Dos escenas de hartazgo extremo se suceden en el sur de Buenos Aires. Una acontece en Lanús, y es una tragedia individual; la otra la sigue en Temperley, y es pura convulsión colectiva. El tren conecta los dos episodios, así como conecta las respectivas estaciones, porque tal es la forma en que proceden los trenes, sobre todo si no son de alta velocidad: trazando líneas de sentido, tocando una causa en un determinado sitio y desencadenando una consecuencia en algún otro.
En Temperley estalla la furia enardecida de unos doscientos pasajeros de la línea General Roca; pasajeros que en rigor de verdad no lo son, aunque bien quisieran serlo, porque algo pasó y el tren interrumpió su servicio, una vez más entre tantas y para impaciencia de todos. La intemperancia da el tono de la reacción de los varados: asaltan tres vagones de una formación que sí pasaba, rompen sus vidrios, tajean sus asientos y por poco no la queman. Qué quieren expresar con todo esto: que están hartos de que las cosas no salgan como deberían, que ya no se soporta más una vida en la que todo es impedimento y dificultad.
Un rato antes, pero en Lanús, hubo una persona que tal vez sintió lo mismo. Esta persona sin embargo no atinó a desplegar su abatimiento en ondas expansivas que le procuraran alivio, no logró conectar con otras almas afines, no consiguió descargarse de alguna de esas formas que mal o bien tienen arreglo. Se suicidó: saltó a las vías justo frente al paso del tren, se quitó una vida que ya no quería o no toleraba. El servicio del Roca se interrumpió. La escena desolada del suicida, aislado y retraído, encontró su respuesta insospechada en la manada de los que, sintiendo que tocaban un límite, acertaron a explotar hacia afuera y no hacia adentro.