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Al azar

No me acordaba haber ido de la librería a lo de mis viejos, ni mucho menos haber llevado los libros.

1-11-2020-Logo Perfil
. | CEDOC PERFIL

Hace años, cuando todavía existía una muy buena librería de viejos en la Avenida de Mayo, encontré tres libros que ya tenía, pero que me pareció que valía la pena comprarlos nuevamente para regalar a algún amigo o amiga. Obviamente, con el paso del tiempo, olvidé ese hecho y ahora rencontré los libros en la casa de mis padres, no demasiado lejos de la librería. No me acordaba haber ido de la librería a lo de mis viejos, ni mucho menos haber llevado los libros, ni menos aún habérmelos olvidado ahí. ¿Se los habría regalado a ellos? Lo dudo, no eran lectores de esas cosas. Lo más probable, entonces, es que sí, que me los haya olvidado y que mis padres se olvidaran también de avisarme. Lo cierto es que cuando los volví a ver, lo primero que me llamó la atención fue el precio: con una factura emitida el 28 de noviembre de 2011, cada uno valía 10 pesos. Los libros son: La imaginación liberal, de Lionel Trilling (Sudamericana, 1956), Imágenes del yo romántico, del mismo Trilling (Sur, 1956), y El espejo y la lámpara, de M.H. Abrams (Nova, 1962).

Lionel Trilling fue uno de los críticos literarios más interesantes de la Nueva York de los años 50, dueño de una erudición que le permitía saltar con soltura de Sherwood Anderson a Keats. M.H. Abrams, también norteamericano, contemporáneo de Trilling, fue menos erudito, más especializado (en la tradición romántica), pero igualmente notable. En el contexto de la biblioteca de mis padres esos libros eran una rareza, un anacronismo. Y si llamo anacrónico a lo experimentado, fue porqué inmediatamente me asaltó una pregunta biográfica: ¿A quién habrían pertenecido esos libros, esa biblioteca? (porque seguro provenían de una misma biblioteca privada: el hecho de que estuvieran los tres juntos es una prueba irrefutable). O dicho de otro modo: ¿Quién podría tener hoy una biblioteca de crítica literaria? No una biblioteca de estudios culturales, tampoco de sociología de la literatura, mucho menos de tesis de doctorados disfrazadas de libro, o de congresos reconvertidos en compilaciones -avatares todos de la escritura académica estándar- sino de crítica literaria. No de libros que hablan sobre temas, problemas, géneros, sino de libros que hablan sobre libros. 

Y después volví a casa y dejé los tres libros en cualquier lugar. Casi al azar cayeron al lado una antología de poesía inglesa traducida por E.L. Revol, en la que se incluye un gran poema (“A mi hija”) de un poeta menor (Stephen Spender): “Mientras ahora vamos caminando, mi hija/Alegremente aferra un dedo mío con toda su mano./Toda mi vida sentiré que un invisible anillo/Circunda este hueso con su brillo; cuando crecida, /Esté muy lejos de hoy, como sus ojos ya lo están”. El poema es una perfecta epifanía, una reflexión sobre la tensión entre la experiencia (el anillo que circunda al hueso con brillo) y la memoria (que ya está muy lejos de hoy). Cayó también al lado de otra traducción de Spender, de Dardo Cúneo, bastante floja, por cierto. Aunque pensándolo bien Spender no es un tal mal poeta, tan solo le faltó algo, un toque, una gracia; más de una vez no se detiene ante al lugar común o el chiste que no funciona (como en ese poema que comienza con “Vivir distinto no es vivir en lugares distintos”). Y sin embargo, leo bastante a Spender. 

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¿Por qué? Quizás porque a los poetas no tan talentosos también hay que leerlos.