En uno de mis recuerdos más antiguos hay una cortina de álamos, pelados, recortándose contra la primera luz de la mañana, emergiendo del vapor de la helada. Estamos en el campo, yendo a la casa de mi abuelo. Antes nos bajamos del colectivo, en la ruta, y mi tío nos fue a buscar en sulky. Mi primo y mis hermanos y yo vamos entre mi madre y el tío, cubiertos por una manta. Del hocico del caballo sale vapor como si fuera una locomotora. Allá adelante esos árboles que entonces no sabía que se llamaban álamos. El álamo finito y largo, con ramas que crecen desde abajo y hacia arriba, el que se siembra para proteger a otros árboles o las cosechas, el piramidal plateado. Ahora tengo una casa que tiene un montecito de esos álamos. Cuando hay viento las hojas, que del revés son plateadas, tienen un sonido particular que me encanta. En el verano cuelgo la hamaca paraguaya entre dos troncos y me acuesto con un libro. La música del álamo es tan hermosa que no me deja leer ni dormir.
En mi casa de infancia también había un álamo carolina, que es más robusto, más “árbol”, no como el otro, que hasta parece hierba. El álamo carolina estaba en los fondos del terreno y uno de esos veranos que se hacían largos y difíciles de entretenernos a mi madre se le ocurrió hacernos una casita. No como la casita del árbol de las películas o libros que leíamos de niños, esta no iba a estar montada arriba de las ramas del álamo, sino pegada a su tronco, a la sombra de la copa. Supongo que a mi madre lo último que le faltaba era un chico con una pierna rota ese o cualquier otro verano. Estuvimos varios días ayudándola a cortar la madera, lijarla, pasarle aceite de lino para ahuyentar a los bichos. Después, pintando pedazos viejos de chapa para hacer el techo. Probablemente ella sola la hubiera construido mucho más rápido, pero justamente ayudarla a hacer la casa era parte del juego. Tenía dos ventanas: una al frente, al lado de la puerta, y otra al fondo. Cada una tenía una especie de persiana hecha con nylon grueso que dejaba pasar la luz, pero también permitía cierta privacidad. El piso lo hizo de ladrillos. Nadie más en el barrio tenía una casita como esa, así que todos querían venir a jugar con nosotros. Esa repentina popularidad un poco me apabullaba, pero también me ponía mandona y obsesiva con la limpieza y el orden. Lo mejor era quedarnos ahí solos con mi hermana y mi primo cuando todos tenían que volver a sus casas. A medida que iba cayendo el sol, los nombres gritados por madres y hermanos mayores se multiplicaban en la calle y no había más remedio que volver a comer y bañarse. Entonces nosotros nos quedábamos en la casita, como anfitriones agotados después de dar una fiesta. Prendíamos un espiral que un poco nos intoxicaba, nos picaban los ojos y la garganta, pero no los mosquitos, y nos quedábamos callados oyendo el ruido de las hojas del álamo sobre nuestras cabezas. El sonido era distinto, más áspero, como el crujido de un papel grueso. Tampoco sabía que ese árbol tenía nombre de árbol y nombre de chica.
Muchos años después, en una librería de viejo encontré La balada del álamo carolina, de Haroldo Conti. Un ejemplar amarillo, con las hojas quebradizas y algunos bichos viviendo en el lomo. Salía apenas unos centavos y me lo llevé al cuarto de la pensión donde vivía. No podía pasar rápido las hojas con el pulgar para sacarles la música a las hojas de ese álamo pues se harían polvo. Pero estaba la música de Conti cantándome adentro de la cabeza: “Un día de un viejo árbol es un día del mundo”.