Este otoño vino demorado y plagado de mosquitos que las razzias pestíferas municipales de cada año permitieron sin embargo prosperar. “En este país es más fácil comprarles centrales nucleares llave en mano a los chinos que combatir una plaga”, me dice una vecina en la cola del supermercado. “Se sabe que es posible armarlas pero nunca prever cuándo van a explotar”, le digo. “Antes de que se nos cruce algún meteorito, seguro”, dice la vieja.
Estoy comprando jabón en polvo de una segunda marca. Voy a usarlo para lavar una pesada alfombra de algodón. Cada vez que comienza de verdad el otoño, sube del piso un frío que no mitigan ni el calzado grueso ni las gruesas medias. Pero la alfombra, guardada durante los meses cálidos, tiene olor a humedad, así que en la mañana la extiendo sobre las cañas de mi pérgola falsa y cuando voy a buscarla a la noche la encuentro en el piso, desparramada y retorcida en su propia trama. Eso sería un detalle, si no fuera que los gatos la aprovecharon para marcar a gusto su tibio y oloroso territorio.
La arrastro escalera abajo, gasto mis fuerzas en alzarla y meterla en la bañadera (el traductor español pondría “bañera”), compro jabón en polvo en el chino y lleno la bañadera y me inclino y empiezo a agitar esos treinta kilos de algodón, buscando que el producto penetre en los entresijos y elimine el olor a meo. La cintura ya fue quebrada por el esfuerzo previo. Ahora, con los frotes, empiezan a doler brazos y hombros. Son nueve metros cuadrados de algodón espeso y pesado. De pronto, en esas agitaciones, me acuerdo del gris piletón de cemento de la casa de mis abuelos paternos, y de mi abuela fregando en la tabla de lavar. Se lavaba con jabón blanco, en pan, marca Guereño o Federal. El agua salía fría, helada, y mi abuela tenía sabañones de tanto lavar la ropa.
En esas épocas, durante la madrugada, los techos de las casas amanecían cubiertos de escarcha, que también se depositaba sobre la higuera mustia que había en el fondo de esa casa, cerca del gallinero donde mi abuela no me dejaba entrar para que no me picotearan las gallinas. “Cada picoteo de una gallina es una peca más que te va a salir”, me decía mi abuela.
También me decía que no levantara la lata que tapaba la ventilación del pozo ciego. “Ahí se esconde el demonio”. Y que no me acercara a la pared de ladrillos sin revocar, porque los entresijos estaban llenos de arañas. “Tu tío Coco, de chico, las hacía salir soplando a través de una cañita para imitar el zumbido de una mosca y una vez una araña, enojada, le saltó a la cara y lo picó y la cara se le hinchó por el veneno y parecía otra persona”. La infancia es una máquina de producir terrores basados en motivos falsos, es decir, literarios, que la memoria vuelve gratos en la magia del recuerdo.