Hace poco más de un año. El ex presidente en PERFIL, con Fontevecchia, durante el amplio reportaje de los días domingo, el último antes de su enfermedad. |
Puedo recordar el día que Perón murió pero nunca pude entender las emociones que Perón produjo en la gente. No llegué a tiempo para vivir los años setenta ni a conocer a Perón pero sí llegué a vivir los años ochenta y a conocer a Alfonsín, cuya muerte ahora tanto me recuerda aquellas imágenes del entierro de Perón que renacieron desde mi adolescencia.
“Avatar” es una palabra de origen sánscrito que significa descender. Sus raíces son “ava”, abajo o bajo. Y “tri”, pasar. En las escrituras hindúes, avatar significa el descenso de la divinidad al cuerpo físico. Alfonsín y Perón serían un avatar. Y sus muertes reflejarían el camino de regreso del avatar: el ascenso del cuerpo físico nuevamente a divinidad.
Cuando poco faltaba para la medianoche de este miércoles 1 de abril y toqué las manos frías del cadáver de Alfonsín, sentí que no estaba tocando a Alfonsín. No era el cuerpo de una persona lo que se velaba en el Salón Azul del Congreso Nacional, era una divinidad. ¿Quién era el que estaba allí, dentro del cajón? Era más un mito que el Alfonsín de carne y hueso que yo conocí. El frío de sus manos no era el frío de la muerte sino el del mármol; hasta su rostro estaba mejorado sobre el de sus últimas apariciones públicas bajo el estrago de la enfermedad.
Se vivía un clima raro, pasaba y pasaba gente sin cesar y los acompañantes permanentes del muerto no eran sus familiares o colaboradores sino los funcionarios del Congreso. Su cuerpo era de la Nación y no ya de la familia Alfonsín. En los salones adyacentes estaban los allegados pero había más políticos y funcionarios que familiares y autoridades del Senado, emergiendo entre todos ellos el vicepresidente en ejercicio de la presidencia, encargado de atender a quienes presentaban sus condolencias. La viuda no era María Lorenza Barrenechea, su esposa, sino la propia Patria. El hijo de Alfonsín no era ninguno de sus tres descendientes varones: Raúl, Ricardo o Javier, sino Julio Cobos. La mano fría que toqué no era, entonces, la del Alfonsín que tantas veces me había tocado sino la de un monumento, la materialización de la Bandera o la corporización del Escudo Nacional.
No era un funeral. Fue un acto de protesta contra Kirchner pero también contra Menem. El funeral del primer presidente de la recuperación de la democracia en cualquier circunstancia hubiera sido muy importante pero habría sido menos trascendente hace, por ejemplo, cinco años. Su funeral no habla sólo de la historia de Alfonsín sino del presente de los argentinos y nuestro problema: la altísima volubilidad de nuestros sentimientos y la fragilidad de nuestras convicciones.
Este Alfonsín adorado hoy como un padre metafísico –bien decía Freud que tras la muerte el padre adquiere su máximo carácter simbólico– a comienzos de la década pasada era despreciado y públicamente denostado. En 1990, su primer año como ex presidente, él era un paria porque un Menem encarnizado como un ave de carroña sacaba su energía de los restos del cadáver político de Alfonsín, y apelaba a los bajos sentimientos de la horda rencorosa por sus propias frustraciones endilgándole todas las responsabilidades por esas penurias a su predecesor (la fortuna le devolvió con la misma moneda y un Kirchner que hizo lo mismo con él). El nombre Alfonsín era mala palabra en los medios de comunicación que estaban muy ampliamente alineados con el nuevo presidente (en los primeros años de Menem sucedía con la prensa lo mismo que al comienzo de Kirchner) y sólo se referían a Alfonsín para criticarlo.
Pero no hace falta remontarse “tan” atrás: en 2002 también Alfonsín volvió a ser blanco del escarnio de una sociedad empobrecida y en la misma avenida Santa Fe donde el martes último a la noche se congregaban vecinos que vitoreaban su memoria a pocas horas de conocerse su muerte, frente a la misma puerta y debajo de los mismos balcones, ahora con crespones, otro grupo de vecinos lo agredió con insultos al grito de “que se vayan todos” y empujones apenas amortiguados por su custodio.
Los medios emergentes de la crisis de 2002 como Radio 10 y sus subproductos televisivos, por entonces el programa Después de hora y ahora el canal C5N, que en 2002 hasta se burlaban hirientemente de Alfonsín, alimentando la catarsis facilista de un pueblo descentrado por su implosión económica, en estos últimos días se referían a Alfonsín como un patriota y apóstol de la democracia. En menor medida, y como siempre de forma mucho más elegante, profesional, moderada y discreta, el Grupo Clarín también pasó de enfrentar a Alfonsín al final de su mandato en 1989 a elevarlo recientemente a la categoría de dios pagano.
Con apenas estos dos ejemplos, Kirchner, el Comfer, la secretaria de Medios y los intelectuales de Carta Abierta podrían reflexionar sobre la verdadera naturaleza de la relación de los medios de comunicación con la opinión pública y de éstos con el gobierno de turno. Todos los gobiernos –y el de Alfonsín no fue una excepción en este aspecto– cada vez que pierden el apoyo popular simplificadamente lo atribuyen a “problemas de comunicación”. Cada vez que llegan a esa situación y para reparar su herida narcisista, se convencen a sí mismos de que los medios construyen la opinión pública, a la que peyorativamente llaman “opinión publicada”. La propuesta del kirchnerismo para una nueva ley de medios es la respuesta del Gobierno a su conflicto con el campo, pero su problema es mucho más complejo.
Las verdaderas olas emocionales, esas que arrastran a su paso toda la agenda comunicacional, rara vez son generadas desde los medios hacia la ciudadanía sino que surgen con la imparable energía y velocidad de lo que se propaga desde las bases hacia sus dirigentes.
Cuando esto sucede: cacerolas, “que se vayan todos”, la crisis del campo o este funeral de Alfonsín, los medios se sorprenden y aquellos que sienten el temor de ser arrasados por la ola, al igual que los políticos, se asustan. Así pueden verse medios de derecha hacerse progresistas, otros directamente militaristas transformarse en hiperdemocráticos, o estatistas en privatizadores, como tantas veces ha sucedido. Si la erupción luego se confirma como una tendencia permanente, algunos medios pasarán del temor al oportunismo adaptativo repitiendo el eterno retorno de lo mismo: ser los oficialistas de cada comienzo para luego ser los críticos de cada decadencia y, nuevamente, los oficialistas de lo que surja como reemplazo. Muchos medios siguen a la opinión pública, tanto como la opinión pública sigue a los medios más populares, potenciándose mutuamente, haciendo más profundo cada temblor y más extremo, y hasta más contradictorio cada cambio de tendencia.
El diablo radical. “Una jaula salió en busca de un pájaro”, escribió Kafka en sus Cuadernos en octavo. Cuando Alfonsín recién dejó el poder, no pocos medios de comunicación mostraban al ex presidente como el jefe de una organización “siniestra”: la Coordinadora radical. El papel que cumplieron y cumplen hoy algunas revistas sustentadas por la publicidad oficial para atacar a los adversarios políticos del kirchnerismo a principios de la década pasada lo cumplía la revista Somos (en esa época, la contraprestación se generaba por ventajas en la privatización de bienes del Estado).
Menem, quien ahora llamó “amigo” a Alfonsín, besó su frente durante el velatorio y escribe sin vergüenza un panegírico de Alfonsín diciendo: “La salida anticipada no resta méritos a tanto buen trabajo que él se empeñó en realizar en esos años convulsionados”, en 1990 aprovechaba el caos para acusar a Alfonsín de “tirarme el gobierno por la cabeza” y fogonear en el programa de Neustadt, por entonces junto a Grondona, que se presentara un Alfonsín diabólico, corrupto y demencial.
Como un acto de desagravio ante ese contexto hostil e injusto, la revista Noticias le propuso a Alfonsín que fuera su columnista semanal de política, tarea que cumplió con disciplina periodística durante el año 1991 y parte de 1992. Para ubicarse en el clima de época, el día del debut de Alfonsín como periodista, Menem le inició juicio a la revista Noticias por publicar un reportaje a Pino Solanas y a la semana siguiente desconocidos balearon en las piernas a Solanas. Una selección de aquellas columnas en Noticias, el único trabajo como periodista profesional de Alfonsín, se publica en un suplemento especial que incluimos en esta edición. Vale la pena leerlas aún hoy por su actualidad, una de ellas estaba títulada: “¡Otra vez la pena de muerte!”.
Es importante prestar atención a que a comienzos de los años 90 quienes estaban en el poder acusaban a Alfonsín de izquierdista mientras que en 2003 el Gobierno y sus simpatizantes lo acusaban de lo opuesto. Hebe de Bonafini ahora ordena todo este ciclo kirchnerista, sea máscara o rostro, con sus últimas declaraciones. Dijo Bonafini: “Para Alfonsín las Madres éramos una mala imagen. Y como éramos una mala imagen en esta plaza, nos mandó a desalojar con un grupo de radicales jóvenes con las boinas blancas, y nosotras los echamos a ellos, y hoy seguimos estando en esta plaza, pero Alfonsín nos echó de esta plaza. La gente tiene que saberlo”. “Para Alfonsín (las Madres) éramos ‘antiargentinas’, y los desaparecidos para él eran ‘terroristas’ porque él fue el que operó todo el tiempo con la teoría de los dos demonios, unos iguales a los otros, hablando de ‘guerra sucia’. Acá no hubo una guerra ni hubo terrorismo. El terrorismo fue el del Estado, el terrorismo de Estado que él defendió”.
Alfonsín era izquierdista para Menem, Neustadt y la revista Somos; y de derecha para Bonafini y –por lo menos– la máscara del kirchnerismo. La equidistancia entre ambos extremos no sería un mal posicionamiento para un político. El gran problema argentino es que una enorme mayoría de la sociedad compartió la visión de Menem en 1991 y la de Kirchner en 2005 y, como población hay una sola, gran parte de esas excesivas mayorías se construyeron con los mismos ciudadanos. El poeta checo Rainer Rilke decía: “Si hemos osado volar como los pájaros, una sola cosa más debemos saber: caer”.
¿Cómo se explicaría tanto erratismo social y tanta pendularidad ideológica si fuesen los medios los que construyeran la opinión pública y la mayoría de los medios masivos fueraen los mismos? ¿No se explicaría mejor desde la perspectiva de que son los medios más masivos los que no pueden acompañar los grandes espasmos de la sociedad sin correr el riesgo de que sus audiencias, o parte de ellas, los abandonen también a ellos?
Cada ciclo político fue el resultado de algún consenso social. Así fue con Alfonsín, con Menem, con Kirchner, hasta con De la Rúa y, mal que nos pese, con el comienzo de la dictadura y la Guerra de Malvinas. Cada sociedad tiene los políticos que se merece y también los medios masivos que corresponden a su nivel de desarrollo cívico.
Los mismos defectos que hoy se le critican al kirchnerismo fueron “fortalezas” ampliamente elogiadas en 2003. Las mismas virtudes que hoy se destacan de Alfonsín fueron para muchos hasta hace poco “debilidades”. Como Alfonsín no cambió en estos últimos años, su multitudinario funeral refleja un cambio en el estado de ánimo de la sociedad.
Con candor, cada político opositor trataba de interpretar lo que sucedía a su favor: Macri explícitamente hablaba de un reclamo de moderación. Scioli argüía algo parecido. Analógicamente, con gestos, Cobos comunicaba lo mismo. También tácitamente Reutemann y Binner con su presencia en el entierro. Pero la moderación no es lo que hizo grande a Alfonsín. Su indómito carácter se pareció más al de Carrió (quien muy decorosamente no sobreactuó) que al de Cobos. Pero hoy la sociedad cree necesitar moderación como antídoto de la agitación kirchnerista y, como sucede en el enamoramiento, se observan en el objeto de amor atributos de los que que éste carece pero el enamorado necesita ver porque intuye que los precisa.
Aunque Bonafini no pueda reconocerlo, Alfonsín fue la personalidad contemporánea que más hizo por los derechos humanos en la Argentina. Y no fue gracias a su moderación. Cuando Bonafini dice: “Alfonsín hizo el juicio a las juntas, muy selecto, en tribunales civiles bajo el código de Justicia Militar”, ofuscada pierde dimensión de la relevancia histórica de esas condenas. Y resulta incomprensible que critique a Alfonsín por las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y no a Kirchner por aliarse políticamente con Aldo Rico.
Otro ejemplo de reiteración de nuestra falta de madurez como sociedad es proyectar hacia el hijo de Raúl Alfonín, Ricardo, el político, las virtudes de su padre. “¿Cuántos votos sacaría hoy Ricardito en las elecciones?”, especulaban los de siempre. ¿Qué diferencia hay entre fantasear con el hijo de Alfonsín como un continuador de su padre y el error de imaginar a Cristina Kirchner como una ideal sucesora de su marido? Es el mismo pensamiento mágico que apenas sustituye genes por libreta de casamiento pero en ambos casos abusa de la portación de apellido.
Hay una tendencia al autorreproche que despierta toda muerte entre los vivos. El libro El duelo por la muerte del padre, de Jamil Abuchaem, comienza con un proverbio: “Primero me llorarán; luego, me pensarán. Después, me olvidarán”.
El duelo por la muerte del padre jamás podrá ser elaborado en su totalidad. Quizá por eso, en la obra de Freud el vocablo “madre” aparece 1.447 veces mientras que “padre” lo hace 2.182 veces. “La paternidad –decía Freud– es una relación con un extraño, que aun siendo otro, es yo”. Ojalá que esta revalorización de Alfonsín, que claramente aún no resulta un espejo de nuestro presente, sea reloj adelantado de nuestro futuro.