COLUMNISTAS

Algo de honestidad y tolerancia

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La tercera década de la llamada “democracia” (suficiente es pensarnos constitucionales, sin tratar de argumentar que vivimos en una democracia) no dejará lecciones morales para atesorar en la cuarta. Nos quedará sí una colección de recursos útiles, especie de souvenir de los años del Bicentenario, que sería importante comencemos a administrar mejor para el beneficio de todos los argentinos y para conocer nuestra situación con más seguridad.

El símbolo de nuestro logro moral en los treinta años desde 1983 tendrá que seguir siendo los juicios a las Juntas en 1985. El recordatorio de nuestro fracaso será la corrupción que en cada década ha crecido en forma desmedida, fuera de control alguno y más allá de la preocupación real de una mayoría de la población. Ya no sirve achacar a los noventa de don Carlos Saúl “la” corrupción, porque en esta década de lejos mejoramos aquellas marcas. El problema que prevalecerá en los próximos años será la aparente firme intención de mejorar esos niveles de corrupción aun más.

En tiempos recientes, la reapertura de los juicios de las figuras de los años setenta debió ser el símbolo de un nuevo camino para los derechos humanos en la Argentina. Pero esa posibilidad se embarró, casi se esfumó, con el uso político partidario del concepto de los derechos de nuestra propia humanidad. Estuvimos próximos a una innovación importante en nuestro comportamiento social –el respeto sentido por los derechos humanos– que ahora hemos puesto al margen, excepto para exaltación sectorial.

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En los tiempos que vienen tenemos la deuda con nosotros mismos de tratar de no instalar todo nuestro ser nacional en los pueriles términos de bueno, según los imparciales del cristinismo, o malo, según la creciente, ampulosa y oportunista oposición política y social. Deberíamos tratar de no ver nuestro entorno solamente en blanco y negro para así poder dedicarnos a mejorar las condiciones de todos. ¿Cómo se hace? Comencemos por ejercer mayor tolerancia y paciencia de calidad, no la resignación que es paciencia mal aplicada.

Como siempre en la Argentina, tenemos que ajustarnos a nuevas temporadas de cimbronazos y sorpresas que provocan los cambios de líneas políticas y las correcciones necesarias a decisiones equivocadas. Vivimos así, no tenemos remedio. Si intentáramos cambiar aunque sea un poquito para elevarnos a una situación de corregir sin condenar, quizás podamos mejorar nuestro comportamiento y autoestima.

Hay muchas dificultades que sería bueno superar. Nuestro febril y permanente intento de alterar nuestro propio relato histórico es una torpeza constante. Nuestro esfuerzo por soslayar o hasta tapar las partes de la historia que no nos gustan llega a niveles de enfermedad. Quizás en años venideros podamos abandonar la histórica fantasía de que somos habitantes de un país de paz. No somos gente de paz. Desde 1810, agosto de 1810 y el fusilamiento de Santiago de Liniers para mayor precisión, vivimos a plomo y degüello, de crisis en crisis, década tras década, hecho que nos pone bien lejos de concepto alguno de paz. La paz argentina fue una ficción que vendieron los grandes hacendados del siglo diecinueve y las grandes corporaciones del siglo veinte, para que Europa, el mundo exterior, nos vieran a todos como prósperos, lindos, rubios y de ojos azules. Detrás de esa cortina de humo o de seda importada estaba, está todavía y es muy presente, la violencia de la pobreza, del mal trato y la indiferencia productos de la soberbia y el racismo que nos caracteriza en la administración pública y en el empresariado argentinos contra toda persona que se percibe como más débil. No es un panorama digno de orgullo.

Claro que fuimos una tierra rica en oportunidades… y no tenemos muy claro cómo perdimos la riqueza y la mayoría perdió oportunidades que se concentraron en el puño de pocos.

Sería deseable corregir estos modos en la cuarta década de la constitucionalidad.
 

*Periodista. Ex ombudsman de PERFIL.