“Los últimos saladeros cerraron cuando la fiebre amarilla, pero aún perdura en las orillas del Riachuelo ese ‘olor peculiar’ que un viajero inglés señaló hace un siglo.”
Rodolfo Walsh (1927-1977) de “¿Quién mató a Rosendo?” (1969); capítulo2: “Avellaneda”.
La tragedia de Independiente transcurre lenta, grave como una novela rusa, con cientos de páginas que esperan ser escritas. El conflicto no decae siquiera en la victoria: dirigentes divididos, barras en guerra, un plantel que se enfrenta al rival y a su propia angustia. Un infierno del que sólo se escapa, como de un laberinto, por arriba. Ascendiendo. Lo de Racing es paradojal. Lo que por fin amagaba ser una historia con final feliz se convirtió, en un abrir y cerrar de ojos, en un cuento de Lovecraft.
Ese giro brutal me recordó a Un burgués pequeño, pequeño, que Monicelli filmó en 1977 con Alberto Sordi. Su personaje, un funcionario ministerial de rango menor, tenía un solo objetivo en la vida: lograr que su hijo Mario fuese empleado en el Ministerio. La primera mitad es una comedia costumbrista bien al estilo Sordi. Hasta que una escena lo cambia todo. Hay un robo, un estruendo, y Mario, que camina con su padre por la calle, cae fulminado, con una bala en la cabeza. Y el dulce sueño se convierte en drama.
El único momento feliz que vivió Racing en el año fue fugaz, tenebroso y ni siquiera lo generó su equipo. Hablo de la performance que celebró la “muerte” del vecino en desgracia. Los dirigentes, fascinados como niños de salita azul, oscurecieron el estadio para el desfile de ataúdes rojos, coronas, velas y fantasmitas, mientras sonaba la marcha fúnebre de Chopin. Para ellos fue la gloria.
Y a partir de allí, como generado por la implacable culpa judeocristiana, llegó el castigo. Fue como un suicidio. Los dirigentes, aún babeantes por la sublime ceremonia, no se desesperaron por jugar las dos primeras fechas de local sin público y siguieron, impávidos, con su metralla de errores. El plantel estaba lejos de ser el ideal, pero ellos no dudaban: el equipo, con sus geniecillos, era un Fórmula 1. Y no. Racing es Racing, y si uno lo olvida, puede terminar estrellado contra un muro.
De candidato a último, dando lástima. De Zubeldía, un técnico joven, cool, a buscar de apuro a Ischia, un hombre curtido, con oficio y ganas de volver a dirigir, que aceptó la brasa ardiente. Con Newell’s, al menos, perdió con cierta dignidad. Deberá levantar el ánimo de un plantel devastado y empezar a sumar para no sufrir con el promedio. “The horror”, diría Brando. Y Borghi, que estuvo ahí nomás de arreglar y, en cuanto supo cómo estaban las cosas, agradeció y se excusó, amable, piadosamente.
Roberto Ayala jugó tres mundiales y fue, para mí, el mejor central argentino de los últimos veinte años, en la Selección y en el Valencia de Rafa Benítez que le birló dos Ligas al Madrid galáctico. Elegirlo manager parecía, a priori, una excelente idea. Cuando se fue Basile, su técnico era Pellegrino, que hoy impone su estilo en Estudiantes. Pero llegó Zubeldía. Sumó puntos –sobre todo cuando no había nada en juego– y desconcierto. Nadie supo a qué jugaba. Sus equipos parecían apostar ciegamente al desequilibrio de sus estrellitas, sin un Plan B. Renovar su contrato y echarlo a los cuarenta días fue parte del mismo guión, escrito por un loco.
¿Y Ayala? Bueno, no olvidemos un detalle: le tocó trabajar con parte del elenco que protagonizó uno de los sainetes más desopilantes de la historia del fútbol nativo: la caza de Lothar Mätthaus, el técnico furtivo que ni sabía dónde quedaba Buenos Aires. Del ridículo, dicen, nadie vuelve; salvo en el fútbol, donde los resultados lo tapan todo. Ni Ayala ni nadie podría hacer mucho en medio de una guerra idiota donde lo que propone uno es vetado por el otro, porque sí. No lo defiendo: que se haga cargo de sus errores y de sus alianzas políticas. Lo que intento es poner las cosas en contexto. Desde hace rato esta dirigencia es un papelón.
Molina tiene cara de curita bueno y una extraña habilidad para armar exitosas duplas que ganan elecciones y luego, ya en el poder, estallan en mil pedazos. Le pasó con su amigo Pablo Podestá cuando era presidente y hoy con Gastón Cogorno, joven contador al que pocos conocían y la mayoría creía su delfín, o su títere. O ambos títeres de quien el imaginario popular cree que sostiene todo desde las sombras: Máximo K. Pero algo falló y hoy se odian. Tanto, que propios y ajenos, hartos o temerosos, llegaron a advertirles: “Arréglense entre ustedes, o renunciamos y los dejamos solos”. Quizá lo hagan, cómo no. En Racing siempre se puede estar peor.
Molina quiere la renuncia de Cogorno. Lo apoyan Blanco –el vice segundo–, el tesorero Mena y el protesorero Adrián Fernández. “Golpe de Estado”, así llamó Leandro Rodríguez Hevia (ex secretario y hombre del presidente) a la reunión de Comisión Directiva que lo dejó sin cargo y despidió a Ayala. Antes se había ido Rubén Guevara –hombre de Cogorno en Villa del Parque, insostenible luego del crimen de Nicolás Pacheco– y el padre Juan Gabriel, que bendijo a todos y dio un prudente paso al costado. Cogorno, debilitado y sin apoyo interno, tiene fecha de vencimiento. En la semana verá si resiste o se va. El viernes, en la cancha, la gente pidió la cabeza de los dos.
Mi Racing –fascinante, absurdo, ensimismado, tan querible en su insensatez– es puro solipsismo: encerrado en su burbuja, cree sólo en lo que ve y niega, en tanto invisible, cualquier amenaza. Por eso los conflictos suelen sorprenderlo con el agua al cuello y una única salida: la gesta heroica.
¿Si me hace sufrir? Claro, maldito sea. Pero no me importa. Quien alguna vez haya amado profundamente sabrá que ese dolor tenue que llamamos melancolía es parte del hechizo; lo que alimenta el deseo, la pasión, las ganas de seguir igual, como se pueda.