En agosto de 2010, a los 63 años, murió el británico Tony Judt, víctima de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Seis meses antes entregó su último libro, Algo va mal, un testamento intelectual y político. Mientras su cuerpo era consumido por la enfermedad que lo paralizaba centímetro a centímetro, su mente se mantenía activa y apasionada. Dictaba sus ideas, que fluían sin cesar, incluso en las últimas noches de insomnio. Algo va mal es un poderoso grito, que aún resuena, en el que advierte con una lucidez encandiladora sobre peligros mortales para las democracias occidentales, corroídas por la voracidad del mercado financiero y la mala praxis pandémica de la globalización, así como por el abandono de sus sostenes políticos y morales. Judt, a quien el historiador español José Álvarez Junco definió en Revista de Libros como uno de los últimos intelectuales honestos, capaces de unir vida, pensamiento y valores en una conducta existencial íntegra, escribió obras fundamentales para entender nuestro tiempo, como Pensar el siglo XX, El peso de la responsabilidad, o El refugio de la memoria.
En su libro final dice: “Hemos entrado en una era de temor. La inseguridad vuelve a ser un ingrediente activo de la vida política en las democracias occidentales”. Tras señalar la inseguridad provocada por el auge del terrorismo agrega otras fuentes: la desigualdad, el desempleo, el individualismo y egoísmo galopante derivados del temor a quedar excluido en la carrera por la supervivencia, la pérdida de control sobre circunstancias y rutinas cotidianas. Y escribe: “Quizás no es solo el temor de que nosotros no podemos dirigir nuestras vidas, sino que quienes ostentan el poder también han perdido el control, que ahora está en manos de fuerzas que se encuentran fuera de su alcance”.
Una virtud de los grandes pensadores (virtud ajena a los intelectuales oportunistas y acomodaticios de cartón piedra, que tan pronto desfilan detrás de un flautista de Hamelin como de otro) es su capacidad e intuición para captar y definir el aire de los tiempos. Esa mirada les permite trascender la coyuntura, la anécdota. Los párrafos citados de Judt parecen escritos hoy, en un mundo cuyos aspectos sombríos fueron puestos al desnudo por una pandemia que, llegado el momento, merecería una suerte de juicio de Nüremberg para muchos de quienes la administran política, económica, mediática y científicamente. Las vacunas que se prometían como pócimas mágicas van demostrando la predecible y lógica imposibilidad de producirse en lapsos contra natura y, además, empiezan a evidenciar temidos y previsibles efectos secundarios (¿o primarios?). Cuarentenas interminables, que ya nadie respeta, justificadas con base en el terror y no en la información, ni en el ejemplo de los gobernantes, ni en apelaciones convincentes a la responsabilidad individual y a la conciencia colectiva o en explicaciones científicas claras y pedagógicas, terminan en cifras crecientes y descontroladas de infectados. Quien no muere a causa del Covid-19, no muere, según el relato oficial y oficializado, pues parece que nadie falleció en los últimos seis meses debido a cánceres, infartos y procesos cardiovasculares varios, suicidios devenidos de la depresión o de la destrucción económica de vidas y familias.
A una semana de cumplir seis meses de una cuarentena deshilachada, de recibir sobredosis de filminas ininteligibles y discursos que no solo se contradicen entre sí, sino que son desmentidos por los propios gobernantes y funcionarios con sus conductas, ya no hay argumentos, ni declarantes, en quienes confiar. “La falta de confianza es claramente incompartible con el buen funcionamiento de una sociedad”, señala Judt. Y agrega, citando a la urbanista y pensadora canadiense Jane Jacobs (1916-2006): “La confianza no se puede institucionalizar. Una vez que se desgasta es imposible restablecerla”. Menos aun cuando el poder ni siquiera está en donde formalmente pretende estar, sino en la trastienda, y se usa para fines que nada tienen que ver con el bien común.
*Escritor y periodista.