La lengua está viva. De no estarlo, seguiríamos hablando en latín, o en indoeuropeo, o en alguna de las lenguas que se hablaban antes de Babel. Pero hablamos español y nuestro español ya no es igual al del Quijote. Ni siquiera es igual al del Facundo de Sarmiento.
Antoine Meillet, profesor en París, ya decía por 1905 que el lenguaje, antes que nada, es un hecho social. Por serlo, siempre está atado a las condiciones que le impone la historia en cada momento. Y la historia de este preciso momento, entre otras cuestiones, se viene haciendo cargo de las desigualdades de género.
Es por eso que no resulta disparatado que algunas y algunos hablantes ya no se consideren incluidos en el genérico masculino. Porque, si bien la descripción morfológica especifica que la forma masculina, cuando se refiere a seres sexuados, debe ser tomada como tal y también como abarcadora de ambos géneros, la percepción de quienes emplean la lengua bien puede ir por otro lado.
Esto es: mientras los académicos sostienen que el error consiste en confundir el género morfológico con el género sexual, esa doble interpretación del masculino (como masculino propiamente dicho por un lado y como incluyente también del femenino por el otro) ha comenzado a ser sentida como ambigua por algunas personas.
De allí que, al menos en la escritura, las arrobas, las equis y hasta los asteriscos aparezcan en ciertas terminaciones: es lo que ocurre en tod@s o todxs o tod*s. Y que los más vanguardistas empleen la “e” para indicar que la palabra no se refiere a un género específico, como puede verse en la forma todes (alternativa única –entre las opciones señaladas, al menos– que admite ser leída en voz alta).
Como fuere, en la oralidad, la expresión interpretada como más progresista se decanta por el remanido todos y todas (tan criticado por antieconómico, además, por quienes nunca se han quejado de la fórmula señoras y señores, que viene a ser algo muy parecido). Pero lo cierto es que el sexismo en el lenguaje –que de eso se trata lo que vengo diciendo– no se limita a la morfología.
Para empezar, con las mujeres –incluso con las que ocupan un lugar relevante en la esfera pública o en los altos mandos de una institución– se suele preferir un tratamiento más “doméstico” (¿afectivo?, ¿condescendiente?) y por eso se las llama por el nombre de pila. Con los hombres, por el contrario, se apela al recurso más “profesional” del tratamiento por el apellido.
La historia reciente y la historia presente nos dan buenos ejemplos de esto que digo. Nadie hablaba de Fernández para referirse a la ex presidenta y ni los simpatizantes más entusiastas lograron imponer de modo general Mauricio para hablar del actual presidente.
Y, para terminar, no es infrecuente que las profesiones o los cargos de las mujeres aparezcan mencionados en masculino, como cuando se dice “la juez tal y tal” (muy común en los diarios españoles) o “la comisario XX” (registrado varias veces en los diarios argentinos). Ni es tampoco inhabitual que se agregue el sustantivo “mujer” a los cargos y profesiones, como en “la primera mujer aviadora”, cuando la profesión o el cargo en femenino transforman en redundante el sustantivo.
Que se pueden buscar vías de escape, se pueden buscar. Yo misma he tratado en esta columna de no usar formas sexistas (aunque alguna se me ha colado). Pero lo interesante del caso no es lo coyuntural y pasajero –tal vez ésta solo sea una moda con fecha de vencimiento–, sino el modo en que empiezan a darse los cambios lingüísticos.
Y es que si el impulso prevaleciera, si se creara una nueva forma para el genérico –todes o hermanes, por ejemplo– para denotar un conjunto formado por individuos de ambos sexos, seríamos testigos del inicio de un cambio monumental en la lengua española. Un cambio tan grande como el que, probablemente, se está dando en las propias sociedades que la hablan.
Y una evidencia incontestable de que el español evoluciona. Que respira.
*Doctora en Lingüística y directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés y el Grupo Clarín.