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No soy un especialista en literatura policial, aunque tengo bien leídos a los clásicos, y aprendí un montón con los textos de Ricardo Piglia. Tampoco soy un aficionado cabal de los hechos policiales, tomados en su realidad, aunque tuve cierta fascinación por un hombre como Enrique Sdrech y hoy en día, cuando no hay fútbol, suelo engancharme en la tele viendo Policías en acción. Toda esta inexperiencia con los géneros policiales se compensa, según creo, con un hecho tan concreto como inexorable: soy argentino. Es decir, estoy perfectamente habituado a que las más diversas esferas de la vida social parezcan responder, en mayor o menor medida, al formato de las historias del delito y de la ley, de los enigmas y las investigaciones.

El célebre misterio del crimen del cuarto cerrado por dentro, por ejemplo, que a tantos ha fascinado, no es sino una menudencia sencilla en comparación con el enigma de la cárcel abierta desde adentro, del que hoy hablan todos los diarios y los noticieros. Porque aquí los delincuentes no entran por una puerta y salen por la otra, como muchos acostumbran decir: acá los delincuentes entran por una puerta y salen por la misma. Y se fugan hasta en la misma camioneta que emplearon en anteriores fugas, querendones como el gaucho que huye siempre con un mismo caballo.

Las novelas policiales dieron un giro crucial al advertir que no se podía confiar en el Estado, creando entonces otras figuras de investigador. En Argentina (lo escribió Rodolfo Walsh; lo leyeron Daniel Link o Carlos Gamerro), se agregó un acento trágico: el Estado es el que comete el crimen. No sólo no puede investigarlo, es además el que lo cometió. Así, en consecuencia, hoy por hoy, tampoco puede mantener encerrados a los presos. Más que eso: los deja escapar. O más que eso: los hace salir.

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El policial de enigma solía disponer esta situación de intriga: había un crimen, y ningún sospechoso. Ninguno: nadie que pudiese tener interés en cometerlo, ni obtener un beneficio del mismo. Pero luego también se ensayó esta otra variante, incluso más provocativa: había un crimen, y todos eran sospechosos. Todos: todos podían tener interés en cometerlo, u obtener un beneficio del mismo. El caso reciente de la cárcel abierta por dentro evidencia que la violación de la ley la perpetró el propio Estado. Y en un intríngulis narrativo de curiosa reversibilidad, resulta en principio igualmente verosímil plantear que la fuga la activó A, para perjudicar a B y C; o que la fuga la propiciaron B y C, para comprometer a A.

Los analistas políticos y criminológicos se abocan a discernir posibles resoluciones. Más modestamente yo, que apenas si analizo discursos, me detengo por ahora en la singularidad de la trama reversible, de la sospecha incesante, de la impunidad fatal.