Dicen los que saben (pero Dios es más grande y lo conoce todo) que el insomnio es la vigilia de aquellos que quieren controlar las cosas hasta el punto de estar despiertos para atestiguar la hora de la propia muerte. Y dicen también que esa hora transcurre entre las tres y cuatro de la mañana de cada región. Las tres de la mañana del norte no son las del sur, etc. En cualquier caso, el insomnio es la cita con una forma particular de la muerte que es el terror de un fin que avariciosamente se posterga.
Lo que la muerte deja, en lugar de su presencia, es el regusto de su sabor. Porque en el insomnio los hechos de la vida se vuelven ceniza y el tiempo pierde su definición. El pasado se vuelve una ajenidad, ya no es una forma del recuerdo, lo que se percibe del futuro está hecho de desesperanza y angustia, y lo único que existe es la percepción de un presente. Lo curioso es que el insomnio que proviene del miedo de morir circula por nuestras venas como una trasmutación de la eternidad, es el tiempo por fin resucitado: cada segundo es percibido nítidamente, cada segundo se separa del anterior y del siguiente, en una espera de su anulación que es la esperanza de la recuperación del sueño. La vida, así, vuelta ilusión de dormir, de recuperar el sueño, es ilusión también de soñar y de ser otros.
Por eso en cada noche que no dormimos la madeja del sueño que no destejemos se abre para tramar en la vigilia la oportunidad de lo nuevo. Algunas veces el insomnio es la alborada de una decisión, de un comienzo. Son los insomnios felices. Pero por lo general navegamos en esa noche parpadeante como criaturas recién nacidas; los dedos de las manos se agitan, la sangre cubre nuestros rostros y el frío nos estremece y hay llanto y miedo y el cuerpo tiembla. Sólo que los recién nacidos toman instantes después el alimento y el calor materno, y en cambio al insomne solo lo espera la amarga leche de la incertidumbre.