Qué precisión la de Antoni Martí Monterde, en las páginas de La erosión (Minúscula, 2021), para describir los cafés de Buenos Aires (y algo después, los de Rosario). Para describirlos y para pensarlos. Hay una característica en la que se detiene de manera especial: las ventanas. La forma en que de por sí definen la relación con el afuera, con la calle, con la propia ciudad. Monterde distingue en este sentido los cafés de Buenos Aires de los que preponderan en ciudades como Barcelona, que es donde vive, que suelen estar más metidos hacia adentro, o bien recurren a cortinas para efectuar su separación. Pero los distingue también a partir de las ventanas, de los bares de paredes vidriadas, ya que a ese contacto visual con el exterior, que es pleno, le falta algo: le falta el marco. Las ventanas cumplen, en los cafés, la misma función que los marcos en los cuadros: separan un adentro y un afuera, los separan para la mirada, para el propio contemplador.
La pandemia lo alteró todo. Y en ese todo también, muy marcadamente, la figuración de los espacios interiores y exteriores; por lo pronto, la de las casas y las calles (lo difícil que sigue siendo desactivar esa premisa ideológica fundante: que en la casa está el refugio, que en la calle está el peligro).
Los cafés asumen, en este sentido, especialmente para los habitués, una función de enorme importancia, porque establecen en el afuera una nueva interioridad. Una interioridad que, sin dejar de serlo, algo tiene de lo abierto, y modifica por eso mismo la relación con lo exterior.
Ahora en Buenos Aires los cafés están abiertos, pero solamente en las veredas y no en su parte interior. Así que ahí nos ubicamos: para mirar por la ventana, pero ahora desde afuera hacia adentro.
Un poco como en el “Cafetín de Buenos Aires” de Discépolo, la ñata contra el vidrio. Y un poco como en “Ante la ley” de Kafka: suspendidos en el umbral, ante lo abierto e inaccesible.