Elijo por Internet un asiento del fondo, un 51 G que promete una fila vacía de cuatro para dormir en el vuelo. Todo parece indicar que dormiré. Todo menos una mujer que a último momento abandona su lugar, se sienta en la otra punta de mi fila vacía, y me impone repartirnos dos asientos para cada uno. ¿Qué hago yo con dos asientos? Yo no entro acostado en dos asientos. Y ella tampoco. ¿Por qué lo hizo? Ninguno podrá aprovechar el bobo espacio entre los dos. Decido no hablarle, fingirme húngaro. Tampoco dormiré sentado: ella viaja en grupo y se trae amigos a la fila 51 para hablar sin parar de cualquier cosa. Y como ése es justamente mi tema, no puedo dejar de oír, enojadísimo. Uno de ellos estuvo en China y se compró una gorra bordada que decía: “Hablo español”. Así, en la Gran Muralla, todo el que hablara español se paraba para hablarle. El gordo se ufana de haber charlado con mil desconocidos. Todos celebran su ingenio. Otro saca una guitarra. Turbinas mediante, el folclore a 30 mil pies me llega tan ambiguo como Anne Hathaway miniaturizada por el monitor. No dormiré nunca más.
Entonces comienzan las turbulencias. Un altavoz explica algo de los temidos vientos alisios. ¿Y si muero junto a ellos, junto a estos fantasmas charlatanes? Hace una semana, en este mismo punto, Air France perdía su avión. Pero ninguno de estos pasajeros parece notar el parecido. A veces se habla –mucho– para callar. Rellenan en voz altísima una declaración de salud trilingüe que –en épocas de pandemia– incluye el itinerario de los últimos 14 días, que desfilan por mi retina como si fuera el momento final. El papelete está tan mal diseñado que los médicos no rastrearán jamás la información.
Justo debajo, en el mar, están los restos de 228 personas. Cierro los ojos.