Desde la escuela primaria, la mayoría de nosotros tiene claro que un antónimo –tal como dice la RAE, por ejemplo– es la palabra que, respecto de otra, expresa una idea opuesta o contraria. La definición omite un elemento fundamental, que es la existencia, entre esas dos palabras, de algún componente semántico que las relacione. Me refiero a que, aunque “tren” y “vuelo” expresen ideas en algún sentido opuestas, a nadie se le ocurriría calificarlas como antónimas entre sí.
Sin pretensión de tecnicismos, intentaré desarrollar aquí una breve descripción del tema. Para empezar, me siento obligada a advertir que no todos los antónimos responden a la misma clase. De hecho, el gran panólogo (o todólogo) de la historia, Aristóteles, hizo una de las primeras clasificaciones de distintas modalidades de oposición en las palabras de que tengamos noticia. Pero la suya, desde luego, no fue la única.
Tomaré una clasificación bastante difundida, defendida (entre muchos otros) por el semantista británico John Lyons. En principio, hay tres tipos de antónimos: los contrarios, los contradictorios y los inversos.
Los contrarios son los antónimos que primero se nos vienen a la cabeza, como “bueno” y “malo”: graduables, la negación de uno no implica la afirmación del otro, porque además de que algo puede ser “un poco malo”, decir que “no es malo” no quiere –necesariamente– decir que “es bueno”. Los contradictorios determinan que la negación de uno implica la afirmación del otro, como “viva” y “muerta” (sí, ya sé que a veces decimos de alguien que está “más muerta que viva”, pero esas son recategorizaciones y, en todo caso, exigirían otra columna). Los inversos son aquellos que se verifican conjuntamente, que no pueden existir el uno sin el otro, como “padre”/”hija” o “médica”/”paciente”.
Y, para terminar, no puedo dejar de mencionar a los enantiosemas o autoantónimos (que, dicho sea de paso, son los únicos verdaderos antónimos según algunos pocos estudiosos). O bien por razones etimológicas –es decir, porque en la lengua de la que provienen ya eran enantiosemas–, o bien por razones diacrónicas –es decir, porque el paso del tiempo fue transformando el significado del significante–, hay palabras que contienen en sí significados que se oponen. “Huésped” es tanto ‘quien hospeda’ como ‘quien es hospedado’. “Lívido” es ‘amoratado’ en su primera acepción e ‘intensamente pálido’ en la segunda.
Más asombroso aún, “sensiblemente” hace un recorte generacional ostensible. “La inflación de 2023 será sensiblemente inferior a la de 2022” significa ‘muy inferior’ para los mayorcitos y ‘un poquito inferior’ para los sub-treinta. (En cualquiera de las dos interpretaciones, aunque prefiero la primera, ojalá que se cumpla esta profecía).
La Argentina, quién lo dudaría, es una tierra de antonimia. Nuestra condición pasional nos vuelve casi maniqueos. Todo es disputa polar y proverbial: Boca/River, peronistas/antiperonistas, Menotti/Bilardo, izquierda/derecha, LN+/C5N, #abortolegalya/#salvemoslasdosvidas. Todo resulta extremo. Todo tiene una posición opuesta.
En la última semana, sin embargo, fuimos observadores participantes de un fenómeno que, dicen los que usan datos, resulta excepcional: millones y millones de personas en la calle para celebrar a los jugadores argentinos que ganaron el Campeonato Mundial de Fútbol. La mayoría, con camisetas de la AFA celestes y blancas, pero algunas de Vélez, o de San Lorenzo, o de Rosario, o de Talleres, o de Independiente, o de noimporta. Juntas. Emocionadas. Disfónicas. Insoladas. Cantando. Coreando un hit creado ad hoc cuya letra cambió a partir del domingo.
Sin contrarios.
Sin contradictorios.
Sin inversos.
Sin enantiosemas.
Más de un 10% de la población –civil, lega, ciudadana– salió a la calle para manifestar su alegría por el triunfo futbolero en medio de tantas pálidas que viene soportando. Y para manifestar también (esta es mi hipótesis) su hartazgo definitivo ante la constante apelación al enfrentamiento, a la contienda, al choque, a la colisión, al combate, a la refriega. Al desencuentro.
Se me ocurre que semejante festejo de cinco millones de almas (más los millones que lo seguían con entusiasmo por TV) demuestra, en suma, que preferimos vivir así: desantonimizados. Revalorizando el componente semántico que nos une, aunque seamos hinchas de equipos diferentes. ¿No le parece?
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.