Si el tema del tipo de cambio es crítico en cualquier economía, mucho más lo es en el caso argentino: a lo largo de la historia, la nuestra es, de todas las monedas del mundo, la que tuvo más oscilaciones en términos reales. Eso es algo serio porque, convengamos, un modelo de desarrollo puede ser concebible con un dólar alto y también con un peso sobrevaluado. Después de todo, el desarrollo no es una cualidad de las monedas. Lo que es inconcebible es pretender desarrollar nuestra economía si fluctuamos desde el dólar hiper caro a la “plata dulce” en pocos años, y reiteramos el ciclo en forma permanente. Les estamos pidiendo a nuestros empresarios que inviertan y produzcan sin una razonable estabilidad en su ecuación de ingresos y costos, con señales de precios que se alteran de un día para el otro.
Se dirá que es un problema de todas las monedas, de hecho entre el dólar y el euro hay oscilaciones en su cotización, pero ninguna moneda duplica o triplica su valor, en términos reales, para volver a subvaluarse drásticamente, como la nuestra.
En un reciente artículo, un maestro de varias generaciones de economistas, Aldo Ferrer, se suma también a este debate y, citando a Marcelo Diamand, asocia el problema cambiario argentino a las retenciones sobre las commodities agropecuarias. Señala que, habiendo productividades diferenciales entre el sector industrial y el sector agropecuario, dichas retenciones cumplen la función de permitir un tipo de cambio competitivo para ambas producciones: el sector industrial –menos productivo– tiene un dólar más alto al no tener retenciones, y el campo tiene un dólar suficiente para crecer de la mano de su mayor productividad.
Creemos que habría que cambiar la idea de mayor o menor productividad, por la idea de precios internacionales más altos o más bajos. Aclaramos: cuando en 2008 subió bruscamente el precio de los productos del agro, a nadie se le ocurriría decir que aumentó la productividad de una soja que ya estaba cosechada. Y mucho menos diríamos que cayó de golpe la productividad de, por ejemplo, la producción de automóviles.
Es que el problema está más vinculado al efecto cambiario de los flujos de ingreso de dólares, ya sea por precios altos de la producción agropecuaria o por la entrada de capitales financieros, que a las distintas productividades del campo y de la industria.
Cuando entran muchos dólares, por cualquiera de esos dos motivos, el Banco Central se ve en un dilema: si no compra los dólares, su cotización cae. Sucede lo mismo que con cualquier producto: si hay una superproducción de un bien, baja su precio.
Si el Banco Central opta por comprar los dólares y emitir pesos, consigue sostener la cotización del dólar, pero si se excede, esos pesos en exceso alimentan la inflación. Y llegamos al mismo punto: el dólar es más barato, en términos reales. En otras palabras, hay inflación en dólares porque, medido en esa divisa, todo es más caro.
Esas dos soluciones alternativas están hoy muy cerca nuestro: los brasileños optaron por dejar caer el dólar en términos nominales y nosotros, optamos por la inflación que hace bajar el dólar en términos reales, es decir, si contamos el aumento de los precios.
Para evitar que la “plata dulce” afecte a su sector industrial, Brasil lleva adelante políticas muy activas. Basta un ejemplo: el total de créditos que otorga el Banco Nacional de Desarrollo brasileño a las actividades productivas, a tasas blandas, es mayor que toda la cartera de créditos del Banco Mundial. Hay una tercera solución. Es la de los chilenos. Ellos optaron por la prudencia: su Banco Central compra los dólares para evitar que caiga la cotización, pero por el otro lado, el sector público recupera los pesos a través de un importante superávit fiscal. De esa forma evitan la inflación y también la “plata dulce”.
El contraste con nuestra actitud es notable: nosotros nos gastamos la plata del Banco Central, mientras ellos juntan un frondoso fondo anticíclico que los protege de eventuales caídas en el precio del cobre, que es para ellos el equivalente a la soja argentina. Nosotros aumentamos los salarios formales, pero condenamos a más gente a la informalidad, porque no se puede sostener el empleo cuando aumentan los sueldos en dólares en forma desmedida.
La nuestra es la peor solución por dos motivos: a este ritmo inflacionario, la industria pierde su competitividad y, retenciones mediante, el campo también. El país crece: ¿cómo no crecer con semejante ingreso de dólares? Pero estamos pulverizando los ingresos de casi el 40% de la población que, sin empleo formal ni paritarias, no puede alcanzar el ritmo de la inflación. Y estamos condenando a cada vez más gente a perder su trabajo y a caer en la informalidad, ya que no hay actividad generadora de empleo que aguante un ritmo de aumento de precios en dólares del 25% anual.
Esta “cadena de la felicidad” es más estable que el endeudamiento de Cavallo, porque el crecimiento de Asia alimenta los precios del agro. Pero aunque sea un ciclo más largo, inevitablemente termina. Ya sea por una mala cosecha o por algún cambio tecnológico que permita que otras zonas del planeta aumenten su oferta de granos.
Pero queda la pregunta: ¿y las retenciones... qué?
Y la respuesta es sencilla, alcanza con los mismos ejemplos: Brasil no las tiene y Chile tampoco, y crecen en forma más estable que nosotros, con sectores con productividades muy diversas.
Son un instrumento más. Hay que mirarlo sin actitudes principistas, porque su conveniencia depende de la coyuntura y, sobre todo, del diseño de la política económica.