Sin duda las pasadas elecciones pusieron en evidencia lo que las encuestan mostraban desde mediados del año pasado: hay un malestar creciente en la población hacia el Gobierno nacional. También hay fatiga, luego de una década de gestión sobre cuya lectura no hay coincidencias. Fué una década ganada o perdida? Seguramente ni absolutamente ganada ni totalmente perdida. Tal vez omnipotentemente desaprovechada.
Temas como la inseguridad, la creciente incidencia e influencia del narcotráfico, la inflación, el temor a la pérdida del empleo, la persistencia de la pobreza, la sensación de un estado que se muestra ineficiente para controlar el buen funcionamiento de los servicios públicos o la deserción educativa, son alguno de los temas que explican el malhumor de diferentes sectores de la sociedad.
Hay también un sentimiento generalizado, especialmente en los sectores medios, de un agotamiento sobre estilo de gestión que expresa el kirchnerismo: confrontativo, “políticamente dualizante”, excesivamente concentrado y poco transparente, y con escasa predisposición a dar alguna respuesta ejemplar a las acusaciones de corrupción y mala praxis que pesan sobre funcionarios cercanos al Gobierno.
Existe en la sociedad una creciente demanda de cambio. Ello es lo que intentó expresar el voto ciudadano del pasado domingo y lo hizo en muchos casos, canalizándolo reactivamente hacia diferentes opciones opositoras al oficialismo. No hubo –en general– cuestiones modélicas en juego. Y no las hubo porque, salvo en la oferta electoral de la izquierda, las cuestiones de fondo estuvieron ausentes. La ciudadanía comienza a tomar conciencia de que los problemas que atraviesa el país no se resuelven apelando al voluntarismo. Que no basta con un liderazgo fuerte o con carisma. Que importa cada vez más la búsqueda de diálogo y acuerdos entre los distintos sectores políticos y sociales, órganos de control que funcionen, la activación de los mecanismos constitucionales que limiten el abuso del poder y la impunidad.
La Argentina carece de rumbo desde hace mucho tiempo. Diría que desde la recuperación de la democracia en 1983 ha ido de desencanto en desencanto. Y de ello no han sido responsables exclusivamente nuestros políticos sino también un pueblo propenso a vivir de ilusión en ilusión, reacio a enfrentar la realidad y a construir imaginarios que le permitan mantener vivo el mito de la Argentina que debió ser y no fue.
Así, en los 80 la democracia llegó con la ilusión de la recuperación de las instituciones y que con ellas retomaríamos el camino del crecimiento y la prosperidad. En los 90, nos convencimos que entraríamos al primer mundo de la mano del consenso de Washington y apostamos a las políticas neoliberales del momento y sobre todo, a la convertibilidad, que confundimos con un modelo económico!!!!!!! Llegamos –luego de la crisis de 2001– a la ilusión de que el retorno del estado, las políticas sociales, de DDHH, el estímulo al consumo y la creación de empleo basado en un crecimiento económico –que imaginábamos in eternum gracias al valor de ese yuyito maravilloso– podrían sostenerse sin pensar en cómo anclar todo aquello en instituciones fuertes, eficientes y en acuerdos políticos y sectoriales que otorgaran sustentabilidad y calidad institucional a esa nueva ilusión: construir “un país normal”.
Entretanto, continuaban las prácticas clientelistas y en política se impuso el tratamiento del otro como enemigo, desandando el camino de la convivencia democrática iniciado en 1983.
Pasaron 12 años desde aquellos sucesos que algunos caracterizaron como la crisis más grave del país desde 1930. Voluptuosa expresión de cansancio moral, frustración y desesperanza colectiva que se alzó al grito de “que se vayan todos”. Como tantos otros hechos críticos de nuestra vida política, éste también tiene una cuenta pendiente con la historia y lamentablemente, muchos de los factores presentes en la crisis de 2001 siguen teniendo cierto “parecido de familia” con el presente. Estamos frente a una sociedad crispada, temerosa, con señales preocupantes de insatisfacción, intolerancia y agresividad en los múltiples planos de la vida cotidiana. Estamos también ante una dirigencia política que, salvo excepciones, la gente percibe distante, interesada en su propio beneficio personal o corporativo y sobre todo, una en la que la cooperación y la institucionalidad importan menos que la satisfacción de su propio narcisismo. Al mismo tiempo, y como programados para la inestabilidad, la transgresión emerge como un estímulo que parece excitar nuestra autoestima social.
A pesar de todo, los argentinos vamos avanzando, dejando atrás algunos miedos que en otros momentos de nuestra historia reciente fueron neutralizados con racionalizaciones y fugas hacia adelante para huir de la angustia. Así, al terrorismo de Estado lo acompañó “el por algo será”. Al temor por el regreso de la híper, la confianza ciega en la convertibilidad. Al irrespeto por el orden republicano lo enmascaramos con la idea de los beneficios de la transgresión y le dimos entidad transformadora a un comportamiento perverso que siguió minando la ya débil institucionalidad de nuestro país.
Lo que parece haberse disparado hoy entre los argentinos es un sentimiento generalizado de mayor control ciudadano sobre las decisiones públicas, de reglas que den previsibilidad y de menor tolerancia a la corrupción. Pareciera que la misma crisis de representación política hace que los electores se arroguen el derecho de exigir de los funcionarios una mayor rendición de cuentas sin intermediación institucional alguna. Esa nueva sensibilidad social comienza a advertir que el desdén por lo institucional, privilegiando la ética de resultados, en el largo plazo termina privando de sustentabilidad tanto la inclusión social como el desarrollo del país. En ese camino se inscribe la demanda de cambio, aún cuando el cambio todavía sea por ahora, sólo un dejar atrás.
*Socióloga. Analista de opinión pública.