En 1966 yo tenía 31 años y era cronista de universitarias en la revista Primera Plana, bajo las órdenes directas de Ramiro de Casasbellas, director periodístico del semanario. En tal carácter, participaba de todos los actos oficiales (y de los otros) del quehacer universitario. Presencié las deliberaciones de la Asamblea Universitaria que, el año antes, había elegido como rector de la Universidad de Buenos Aires al candidato humanista ingeniero Hilario Fernández Long, que superó en sufragios al reformista doctor Rolando García. Yo tenía mi corazoncito cerca del de los reformistas pero, junto con ellos, perdí la elección. A pesar de todo, escribí para la revista (o intenté escribir) una nota objetiva. ¿Quién iba a imaginar que Fernández Long sería un excelente rector reformista al frente de la UBA? Yo, al menos, no. También estuve, claro, la noche en que el Consejo Superior de la Universidad trató el decreto oficial N° 16.912 que designaba como delegados del Ministerio de Educación al rector y a todos los decanos. En una vibrante sesión, el Consejo rechazó el nuevo estatus impuesto por las autoridades del gobierno de facto: “Aquí nos quedamos. Que nos echen como al presidente Illia, si quieren”, se escuchó decir. Era ya muy entrada la noche cuando todos abandonamos la casona de Viamonte 444, sede del Consejo Superior. El silencio era ensordecedor. Al llegar el rector a la calle, dispuesto a tomar el auto que lo estaba esperando, una mujer lo tomó del sobretodo negro y casi gritando le dijo: “¡Viva la democracia!”. Hilario Fernández Long hizo lo que pudo para reprimir su emoción y en voz muy baja, casi para sí mismo, le contestó; “Sí... que viva”.
(... ) El 29 de julio el clima era muy tenso en los ambientes universitarios de Buenos Aires. Se decía que grupos de estudiantes habían tomado algunas facultades, dispuestos a resistir la intervención. Yo llegué a la redacción –que funcionaba en Perú 367– y escribí mi nota habitual sobre las novedades universitarias. Ya la había entregado cuando, de pronto, se escucharon algunas sirenas, chirridos de frenos, gritos. “Creo que es acá cerca, en Exactas”, le dije a Ramiro de Casasbellas. (La facultad funcionaba entonces en Perú 222, a cien metros de Primera Plana.) “Andá rápido a ver qué pasa”, me contestó.
Muerto de miedo, con la credencial de prensa en la mano que menos me temblaba, vi cuando la Guardia de Infantería, cuerpo especializado de la Policía Federal, entraba en Exactas, armada con sus bastones largos, rompiendo los vidrios de las puertas, pisándolos luego con sus borceguíes para hacer más impresionante el brutal allanamiento (¿o para calmar, ellos también, su propio miedo? Se les había dicho que los ocupantes del edificio estaban armados), mientras vociferaban: “¡Salgan, comunistas de mierda! ¡Judíos, hijos de puta!”. Quienes salieron, con los brazos en alto, fueron alumnos y profesores, armados hasta los dientes con lápices, libros, apuntes, cajas de compases y reglas de cálculo. Los hicieron marchar entre una doble fila integrada por los valientes “defensores del orden”, y los molieron metódicamente a palos antes de llevárselos, detenidos y heridos, en los camiones celulares estacionados de culata a lo largo de la calle Perú. Los policías tuvieron la mala suerte de que entre los golpeados estuviera el profesor norteamericano Warren Arthur Ambrose, quien horas después armó un escándalo internacional con este suceso.
Volví a la redacción, conté todo a Casasbellas, alguien me convidó con un tazón de café para ver si dejaba de temblar y de putear. Ramiro tiró al canasto mi columna de universitarias, rompió también otras notas de menor interés, llamó a un par de redactores para que hicieran un análisis político de este hecho violento, y me pidió que escribiera un detalle de todo lo ocurrido. Así lo hice. Cuando corregíamos los originales le dije a Ramiro de Casasbellas que este episodio me había hecho acordar a aquella noche europea de los años 30 de cuchillos largos, empuñados por los amigos de Adolf Hitler. Sólo que esta vez se trataba de bastones de madera. Así fue como acuñé ese título, luego tan popular: la Noche de los Bastones Largos.
(...) Pocas horas después visité a Manuel Sadosky, vicedecano de Exactas, en su departamento. Lo encontré sonriente y animoso, pese a los vendajes y magulladuras en la cabeza, y se puso a contarme lo que había que hacer a partir de entonces. Primera Plana podría ayudar porque, a partir de esa vergonzosa noche, Ramiro había decidido que la revista se convertiría en un vocero de la universidad intervenida. Y lo fue, albergando en sus páginas la mejor y más original información, hasta la proporcionada por los grupos nacionalistas y los de extrema izquierda, reunidos en asambleas clandestinas, a las que accedíamos con el fotógrafo después de dar muchas vueltas en taxi con los ojos vendados. Se dice que esta campaña arrojó también buenos dividendos económicos para la empresa, pero eso no me consta porque los periodistas casi siempre somos los últimos en enterarnos de en qué andan realmente nuestros patrones.
El resto de la historia es bastante más conocido. Para muchos, la Noche de los Bastones Largos fue el primer signo de debilidad del gobierno encabezado por el dictador Juan Carlos Onganía, que volteó al presidente constitucional Arturo Umberto Illia con la complicidad de amplios sectores de la burocracia sindical que buscaban su lugar bajo el sol, y la peligrosa indiferencia de buena parte de la población.
Treinta años después de aquella noche, la Universidad de Buenos Aires, acosada por presiones internas y externas, no ha podido recuperarse todavía de ese episodio violento que clausuró un período de alta excelencia académica desarrollado entre 1956 y 1966. Las páginas de este libro, además de una breve reseña de los hechos, recogen los testimonios de algunos de sus protagonistas principales, fruto de un riguroso trabajo de investigación periodística realizado por Ariel Eidelman y Guido Lichtman.
*Profesor. Fragmento del libro La Noche de los Bastones Largos, editorial Eudeba.