Todavía hace algunas semanas, cuando el enfrentamiento político no se había endurecido tanto, un puñadito de analistas filosos había señalado que la reforma judicial en Israel fue lanzada por el gobierno con la sutileza de un bulldozer porque el primer ministro, Benjamin Netanyahu, tenía un plan, uno de esos a los que nos gusta llamar maquiavélicos: primero, darle el gusto a los miembros ultranacionalistas y cuasi-racistas de su coalición de poder con un proyecto capaz de no solamente alivianarlo de la amenaza de las causas de corrupción en su contra sino también perforar, eventualmente, el escudo que protege a los derechos civiles y de las minorías en el país. En el segundo acto, habían escrito un par de comentaristas agudos, Bibi –que no es precisamente el tipo de político al que le interese particularmente dañar a las minorías– saldría a detener a sus aliados más alucinados y pondría un límite a la arremetida (en algunos casos debatible, sino entendible) sobre la Justicia.
Quizás no contó con que las manifestaciones opositoras alcanzarían estas enormes proporciones, ni que asomaría la amenaza de la resistencia civil, incluso con oficiales y pilotos que se niegan a cumplir con los ejercicios de reserva, pero el momento parece haber llegado de poner un freno a los ímpetus de la reforma. El jueves por la noche, en un mensaje televisivo, Netanyahu le prometió a los israelíes que encontrará “una solución” al enfrentamiento sobre los cambios en el Poder Judicial para “calmar los ánimos en la nación”. Porque, al fin y al cabo, aseguró, “somos todos hermanos” en el país, afirmó.
“Los opositores a la reforma no son traidores y los partidarios de la reforma no son fascistas –dijo Bibi, en referencia a algunos de los insultos más usados en estas reyertas–. La mayoría de los ciudadanos de Israel aman a nuestro país y quieren preservar nuestra democracia”.
Aunque, por supuesto, Netanyahu se aseguró de declarar que la reforma seguirá adelante, el primer ministro pareció querer mostrarse como un “salvador” de la unidad de la patria de los judíos. No por nada le dicen “rey Bibi”: en momentos como éste hay que estar a la altura de un rey Salomón, o al menos de un David.
Funcione o no la estratagema de Netanyahu, el debate en la Knesset sobre la reforma judicial seguirá adelante, con todas las mejores cartas en las manos del Likud, el partido del primer ministro, y sus aliados ultra-religiosos y ultra-nacionalistas.
¿Cumplirá Netanyahu su promesa de hacer todo lo posible por proteger los derechos de minorías como los israelíes árabes o los LGBT? Si de él depende, muy probablemente sí. Pero si su futuro político está en juego, quién sabe.
Lo que sí se puede sospechar es que, a pesar de los alaridos de la oposición en general y de los dirigentes y medios más a la izquierda, incluso si en Israel se impone la reforma judicial tal como la quieren Netanyahu y sus seguidores, Israel seguirá siendo una potencia regional y sus vecinos tendrán que aprender a convivir con el nuevo monstruo del vecindario.
Al fin y al cabo, un Poder Judicial como lo quiere el Likud sería más liberal de lo que existe en Jordania o Egipto, por ejemplo. Ni hablar de las garantías individuales en los territorios que controla la Autoridad Nacional Palestina. Y seguirá siendo muchísimo más peligroso ser gay en Gaza que en Tel Aviv.
Un Israel con un poder ejecutivo autoritario no sería muy diferente de algunos países europeos avanzados, o de la Italia que le gustaría a Giorgia Meloni o el Estados Unidos con el que sueña Donald Trump. En Israel, además, viven muchísimas personas que están de acuerdo con la reforma. Una encuesta divulgada hace pocos días por el medio religioso Kikar HaShabat apuntó que el 88 por ciento de los haredim, los judíos ultra-ortodoxos, está de acuerdo con los objetivos de la reforma, un número que equilibra, en cierta manera, el hecho de que doscientos pilotos de la reserva de la Fuerza Aérea hayan advertido que no se subirán a sus aviones mientras la Corte Suprema esté en la mira de la coalición de gobierno.
¿Y los árabes israelíes? Es cierto que un recorte de los “frenos” de la Justicia sobre el Ejecutivo puede poner en peligro su situación en el país, adonde viven bien, pero siempre al filo del status quo social. Pero el discurso anti-gay de algunos miembros de la coalición en el poder no es muy distinto del de los principales políticos árabes israelíes, por ejemplo.
Entonces, Israel arde, pero en algún momento el fuego se apagará y la sociedad se va a reacomodar, al igual que la economía. Muchos empresarios bienpensantes prometieron que se irán del país si triunfa la reforma, pero incluso si se debilita la famosa StartUp Nation liberal, en Israel seguirá floreciendo, entre otras, la industria de la defensa, que no se va a ir a ninguna parte.
A nivel local, el debate se desliza, como siempre, entre las viejas deudas sociales de Israel: un poder “blanco” (que se nota también en una Corte Suprema llena de varones de origen ashkenazi y donde recién en el 2022 entró la primera jueza de origen mizrahi) sobre un pueblo de raíces en la región, no llegados de Europa, los hijos y nietos de los inmigrantes que tuvieron que escapar en 1948 de los países árabes, quienes siguen apoyando al Likud y lo seguirán a casi todas partes.
A nivel internacional, mientras los críticos antisionistas se limitan a decir que la capital de Israel es Tel Aviv y no Jerusalén y gente como Roger Waters aprovecha para vomitar antisemitismo, los palestinos siguen al costado del camino, a la buena de Dios y controlados por grupos extremistas que apuestan a la violencia y líderes –de adentro y de afuera– que se divierten estimulando el odio a los judíos.
Israel arde y los palestinos ni siquiera pueden sacar tajada porque, además de estar distraídos por ese odio, su enemigo no se va a consumir en esas llamas y posiblemente salga reforzado, como para mantener la ocupación y la represión por un par de décadas más.
*Ex corresponsal en Estados Unidos e Israel, escribe sobre Medio Oriente, Estados Unidos y Tendencias.