Entender qué enfermedad afecta a nuestro sistema político-económico es vital para cada ciudadano. Detrás de estadísticas mentirosas, se pretende esconder a miles de personas que sufren, a otras que están obligadas a sacrificar consumos y ahorros, y muchas que pierden su trabajo, acentuándose cada vez más las desigualdades sociales.
Existen dos caminos antagónicos para lograr el éxito económico personal: el primero consiste en crear valor, riqueza, productos competitivos, mediante la combinación de recursos y tecnologías de modo eficaz.
Esta opción requiere aplicación, estudio, inteligencia, asumir riesgos, y presupone transparencia en las relaciones entre Estado y sociedad civil, y sistemas de reglas. El segundo es más sencillo y consiste en apropiarse de los esfuerzos y sacrificios de los demás. El robo, la estafa, son métodos “vulgares” de quedarse con lo que no es propio. En cambio, la actividad política, en muchos casos permite a los ladrones obtener un botín importante con garantía de impunidad. Basta con hacer legal la sustracción.
En el “robo legalizado”, en lugar de las armas se utilizan instrumentos retóricos y ráfagas de conceptos vacíos de contenido que cada uno interpreta como quiere: soberanía, autodeterminación, justicia social, estímulo al consumo, empresa pública, redistribución de la riqueza. En paralelo, se alimenta un ejército de cómplices, mano de obra barata que se vende al mejor oferente. Esta es la única actividad en Argentina en permanente crecimiento, que permitió y permite la acumulación de fortunas individuales a quienes brindan su “sacrificado” servicio al prójimo.
Así, la Argentina se convirtió en el país de los malos burócratas, en la patria de los militantes rentados, en la República de la Nomenklatura: el Estado se convirtió en una máquina enorme, ineficiente, poco transparente y dispendiosa.
Esta Nomenklatura tomó por asalto también la galaxia de empresas públicas: bajo el pretexto de reivindicar el rol del Estado en la gestión de servicios públicos esenciales, de sectores estratégicos y del desastroso proceso de privatizaciones de los 90 –del cual somos también críticos–, cúpulas colusivas integradas por grupos de poder, empresarios amigos y caciques territoriales ampliaron enormemente su área de intervención para “rastrillar”, libremente y sin control alguno, recursos ilegales.
Este “limbo” de las empresas públicas no desarrolla ninguno de los roles que con mayor o menor intensidad en otros sistemas democráticos se le asigna a la participación del Estado, en la actividad económica y en la gestión de servicios públicos o de sectores estratégicos (como vemos en Francia, Inglaterra, Australia, EE.UU., etc.).
Se trata de empresas dispendiosas e ineficientes, sin planes estratégicos ni mecanismos internos y externos de control. Aerolíneas, Correo, Enarsa, YPF son sólo ejemplo de estructuras a cargo de “patriotas”, en su mayoría con escasos antecedentes operativo-gestionales, protagonistas de un “nuevo feudalismo”. Así como en el Medioevo los señores feudales “usufructuaban” de la fuerza de los vasallos, ésta Nomenklatura en Argentina usa el Estado para mantener poder y privilegios tomando el control, también, de las empresas públicas.
Los argentinos nuevamente estamos enfrentando serias dificultades: crisis económica, recesión, inflación, leyes y reformas personalizadas. Sería auspicioso que quienes pretenden gobernarnos en el futuro terminen con esta variante del “robo legalizado” que domina también la galaxia de empresas públicas argentinas.
*Abogado. Colaborador de Antonio Di Prieto.