Los ojos del mundo reposan sobre Brasil. La diplomacia presidencial de Lula trasciende su histórica esfera de influencia, limitada por años a América del Sur.
En esta línea deben interpretarse los dos acontecimientos más importantes de su política exterior reciente: la decisión, en septiembre de este año, de brindar su embajada en Tegucigalpa al presidente derrocado Manuel Zelaya para que la utilizara como puesto de acción durante el convulsionado proceso político hondureño. Brasilia marcó así un punto de inflexión con EE.UU., país al que durante todo el siglo XX reconoció como líder indiscutido en la resolución –diplomática o por la fuerza– de los conflictos de esa región.
En noviembre, Lula recibió a los mandatarios Shimon Peres (Israel), Mahmoud Abbas (Palestina) y Mahmoud Ahmadinejad (Irán), actores clave del conflicto geopolítico de Oriente Medio. La dimensión del papel de Lula quedó evidenciada en una declaración de Shimon Peres y una carta que envió Barack Obama al mandatario brasileño. El presidente israelí pidió a Lula: “Venga, señor presidente, y encienda la luz de la paz en Medio Oriente”. Por su parte, Obama le envió una misiva, en la que, tras reconocer a Lula el derecho a fijar libremente su política exterior, le solicitaba que abordase con Ahmadinejad la defensa de los derechos humanos y la cooperación de Irán con la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA).
Lo que presenciamos es la puesta en práctica, por medio de la diplomacia presidencial, del concepto de autonomía, una categoría que durante años perteneció al imaginario de la política exterior brasileña, pero que no había podido ser efectivamente operacionalizada. Hoy, Brasil despliega una política exterior asertiva, porque se ha integrado exitosamente –sobre la base de un enorme potencial de recursos y tras haber resuelto algunos problemas históricos de su economía– como país emergente al capitalismo global.
Son infinitos los factores que podrían enumerarse sobre la proyección global de Brasil, entre ellos, su liderazgo en recursos energéticos renovables, no renovables y alimenticios. Además, tiene ciertas ventajas sobre sus socios del BRIC: a diferencia de China, es una democracia; con respecto a la India, carece de conflictos étnico-religiosos y de diferendos territoriales con sus vecinos; y en lo que hace a Rusia, lo distingue el hecho de tener un régimen democrático con efectivas libertades políticas y una economía mucho más diversificada.
Otro dato significativo: es la primera vez en la historia que Brasil combina de modo simultáneo democracia con crecimiento económico y baja inflación; una fórmula ideal para potenciar su ascenso global. Sin embargo, no todo es color de rosas.
Al margen de los problemas estructurales que conocemos de Brasil (pobreza, desigualdad, violencia urbana), hay un elemento que hace a su política exterior y que despierta interrogantes sobre su proyección internacional: el llamado dilema “regional-global”. Este supone que, para ser reconocidos mundialmente, los aspirantes a un liderazgo global tienen que ser legitimados en el plano regional, ya que carecen de las capacidades materiales para actuar de forma autónoma en la política internacional. Este requisito se potencia en el caso de Sudamérica, ya que se trata de una “zona de paz” y un área desnuclearizada.
El récord de Brasil en términos de liderazgo regional combina luces y sombras. Ha cosechado éxitos (entre ellos, su activa colaboración para mediar en las repetidas tensiones entre Colombia y Ecuador-Venezuela) y fracasos (el más notorio, los tropiezos con Argentina a razón de su estrategia de bregar por un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU).
A ello se suman las elevadas expectativas de sus vecinos sobre la capacidad brasileña de proveer bienes colectivos regionales. Si bien la voluntad del gobierno de Lula pareciera existir, el problema pasa por las dificultades que tiene para legitimar internamente un papel más activo –que implica asumir mayores costos– como promotor de la integración. No debe olvidarse, en este sentido, que Brasil aún conserva mayores niveles de pobreza y desigualdad y un ingreso per cápita menor, por ejemplo, a los de Argentina y Uruguay.
En resumidas cuentas, Brasil presenta los dilemas clásicos de aquellas potencias democráticas que se debaten entre sus aspiraciones globales y los problemas para ejercer el liderazgo regional.
*Profesor de Relaciones Internacionales (UBA y Escuela de Defensa Nacional).