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Asimétricos

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Hay que acercarse hasta la avenida Callao 956, entre Paraguay y Marcelo T. de Alvear. Es una bella cuadra, frente a la plaza Rodríguez Peña. Añosos árboles, una cierta distinción y un aire de parisiense exquisitez definen esa ancha acera, cuando el peatón ya superó la mugre, el desorden y el caos que caracterizan al deteriorado eje Entre Ríos-Callao hasta Corrientes.

No hay una casilla para proteger al vigilante de seguridad. No hay personal de seguridad. Es sólo una embajada más. No hay pintadas agresivas en sus paredes, tampoco hay vallados metálicos de la policía. Imposible saber cuántos funcionarios sirios atienden en ese afrancesado y enorme petit-hôtel de planta baja y tres pisos. La gente pasa y sigue. Nunca una manifestación, jamás un piquete. Todo transcurre en paz y armonía. Tampoco hay refuerzos de concreto y acero para protegerla. Nadie colocará allí una bomba ni lanzará un cóctel molotov.

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En el país al que esa embajada se supone representa, sin embargo, un océano de sangre fluye día y noche, una matanza que no cesa. Hace dos años que los sirios están en una guerra atroz y especialmente cruel. Hace pocos días la televisión europea mostró a las primeras víctimas de las abominables armas “químicas”, aunque no se sabe si las emplearon las fuerzas oficiales de la dictadura de Bashar Al Assad o sus enemigos insurrectos.

Las estimaciones de las víctimas fatales de la carnicería siria oscilan entre 60 mil y 73 mil, incluyendo en esa cifra los 70 mil muertos compilados por las Naciones Unidas. Según Unicef, a comienzos de 2012 ya eran más de 500 los niños muertos y otros 400 menores de edad habían sido arrestados y torturados por el ejército en cárceles sirias. Más de 600 presos políticos ya murieron tras ser torturados en las cárceles de Al Assad. A comienzos de este mes, el grupo opositor SOHR divulgó cifras aun más espantosas: el número de niños asesinados por la guerra era ya 4.264, además de 2.579 mujeres muertas.

Sin embargo, la embajada siria conduce en paz sus negocios en la señorial calma de Recoleta. Nada perturba la tersa regularidad de la zona. Tamaña cantidad de muertos en un conflicto donde no interviene ni un solo soldado “occidental”, y tampoco opera un solo combatiente israelí, no impide que la normalidad se prolongue día a día. Todo se reduce a seguir las cifras de la barbarie en los medios que se dignan a mencionarla.

Las diversas y siempre pintorescas izquierdas no tienen interés en estas víctimas. Nos las sienten como propias, ni les preocupa que cada día haya cien muertos desde hace dos años, sin parar, sin cesar, sin menguar. No hay manifestaciones, ni marchas. No hay protestas, ni se anuncian boicots. ¿Cómo los habría? Cristina Kirchner ha recibido en su oportunidad al sátrapa de Damasco como si fuera un gran jefe de Estado, y el penoso Héctor Timerman se desplazó hasta la ahora ensangrentada Alepo en 2011 para pactar el acuerdo con Irán negociado por Al Assad. Todo bien, todo normal, nada que reclamar.

Es lo mismo que ha pasado en Irak, donde las fuerzas militares norteamericanas tuvieron un total de 4.486 soldados muertos entre 2003 y 2011, cuando abandonaron esa nación árabe. Los muertos de esa guerra, iniciada hace diez años, se estiman entre unos 110 mil, según The Associated Press, y 173 mil según el Iraq Body Count Project. Los norteamericanos se fueron de Irak el 18 de diciembre de 2011. Han pasado ya 16 meses, pero la matanza entre chiitas y chiitas mediante atentados suicidas sigue impertérrita, goteando decenas de cadáveres todos los días. Esta última semana, el enésimo ataque de Al Qaeda dentro de Irak dejó decenas de muertos árabes a manos de terroristas árabes. ¿Eran todos islámicos? No podría acreditarlo, pero quienes asesinan a mansalva, de modo serial, se definen como discípulos ortodoxos del islam.

Nadie protesta, ni aquí ni en ninguna parte. Los enardecidos “antisionistas” de Londres, Madrid, Berlín o Milán no tienen nada que decir de los muertos cuando los matadores no son norteamericanos ni israelíes. No existen, no preocupan, no hablan de eso. No hay comunicados, ni solicitadas. Los “intelectuales” mantienen cerradas sus bocas. ¿A qué “yanquis” atacar? ¿Cómo hacer para responsabilizar al “sionismo” de unas matanzas que ocurren lejos de Israel y de los territorios palestinos?

Una formidable, maciza y perenne hipocresía gobierna la sensibilidad de los “progresismos” realmente existentes. Los miles de asesinatos en Irak perpetrados en pesadillescos actos de terror cometidos entre árabes no mueven el amperímetro. De Siria y de su calamidad indescriptible no se habla, es invisible. Sólo interesan cierta violencia, ciertas muertes, ciertas operaciones militares. Un antinorteamericanismo enfermizo se anuda con una judeofobia recalcitrante. Nada más existe. La sobredimensionada primavera democrática árabe salió de los titulares de los diarios. Sólo de vez en cuando llegan noticias de Túnez, Libia y Egipto que revelan el abismal trecho que deben recorrer esos países para aspirar a ser unas democracias mínimamente dignas de ese nombre.

Por el contrario, 21 años después del atentado contra la embajada de Israel y a cuatro meses del 19º aniversario del que hizo volar la AMIA, diplomáticos israelíes y judíos argentinos viven parapetados tras pilotes de concreto. Aquí, sólo los judíos tienen algo para temer. Las verdaderas y masivas matanzas que hoy desgarran al mundo no suscitan en la Argentina la ira de nadie. Es cierto: somos derechos y humanos.

 

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