Hace un par de meses, en pleno conflicto entre el Gobierno y los principales beneficiarios de su política económica (el campo), publiqué una columna que glosaba un pequeño recuadro aparecido en el diario Clarín, donde informaba que “acercado por la Sociedad Rural, el consultor Felipe Noguera fue quien tuvo la idea de asociar la protesta de los productores al concepto de Patria”. Luego mi nota se desviaba del tema para, más adelante, volver a mencionar al consultor, una sola vez y al pasar. Escribí: “No soy un periodista de investigación (…) así que no le presto atención a los antecedentes del señor Noriega”. Al día siguiente, recibí un mail de Ricardo Strafacce que, entre otras cosas, decía (cito con su autorización): “Es tuya la culpa de que en tu columna del domingo le llames al consultor Felipe Noguera ‘el señor Noriega’. De tanto pensar en chacareros y sequías (Noriega no riega). La noguera de vanidades. El campo no es camp, es kitch”. Es decir: la primera vez escribí bien el apellido (Noguera) y la segunda, mal (Noriega). Y ese error pasó por los ojos de los correctores del diario y no sé si por alguien más, hasta llegar al lector Strafacce, quien rápido de reflejos no dejó pasar un día para ironizar en su mail cargado de juegos de palabras y lapsus descubiertos.
Amigo de Héctor Libertella, lector agudo de César Aira, Strafacce es también escritor. Autor de tres novelas (disfruté mucho con La boliviana), es sobre todo el escriba de una gran biografía sobre Osvaldo Lamborghini, que la editorial Mansalva se apresta a publicar (hace poco, el suplemento ADN publicó unos fragmentos: el libro parece ser muy interesante). Rodeado de esos nombres propios, no es raro entonces el gusto de Strafacce por el juego de palabras, la asociación libre, la proximidad fonética y el calambur. La tradición del juego de palabras es tan vieja como la propia literatura, pero alcanza su apogeo hacia fines del siglo XIX y todo el XX, en una genealogía que arranca en Sigmund Freud, pasa por Raymond Roussel, Marcel Duchamp y el surrealismo, continúa en Jacques Lacan y el grupo Oulipo, y desemboca en el presente en un sinnúmero de escritores, muchas veces de estéticas muy diferentes, como Jean Echenoz y Tom Wolfe. Es extraño, pero en la literatura argentina reciente varias novelas y cuentos recurren al juego de palabras hasta en el título, pero en general son de escritores que no podrían inscribirse tan fácilmente en esa tradición. Al contrario, son escritores que, de alguna manera, mantienen un dialogo con la tradición del realismo, o que, para ser más justos, reformulan de manera crítica la tradición del realismo. Pienso en Gustavo Ferreyra, que llamó a sus dos primeras novelas El amparo y El desamparo; en La pérdida de Laura, la primera novela de Martín Kohan; en Fogwill, que escribió un conocido relato llamado Help a él (anagrama de El aleph). Pero más allá de los títulos, en la literatura argentina reciente hay dos textos que llevan hasta el extremo el uso genial del juego de palabras, o más aún, el salto de palabra en palabra, de uso en uso, hasta llegar a generar un verdadero desplazamiento de sentido, o más precisamente: la idea de que el sentido es siempre desplazamiento. Uno es Peripecias del no, de Luis Chitarroni. El otro es El resorte de novia y otros cuentos, de Sebastián Bianchi, publicado en 2002 en la editorial Paradiso (sus cuentos son como un mecanismo de relojería deforme, en los que percibimos la relojería, pero nunca accedemos al mecanismo). Ya que esta columna se la debo a Strafacce, qué mejor que terminar con un poema de Osvaldo Lamborghini: “Si hay algo que odio eso es la música,/ las rimas, los juegos de palabras./ Nací en una generación./ La muerte y la vida estaban/ En un cuaderno a rayas:/ La muerte y la vida,/ Lo masculino y lo femenino,/ Los orgasmos sin patria/ Y los órganos de parte a parte,/ Se perfilaban en un blanco./ Apuntes, apuntes, apuntes./ O amputes,/ La ‘roca’ de la maldición”.