Como en todos los gobiernos, abundan las internas. Son un clásico. Y en esta administración se reconoce la de Prat-Gay vs. Melconian (y el tercero beneficiado, Dujovne), Dietrich contra Bergman, la reyerta de Malcorra y Peña o la puja por títulos mayores que mantiene el trío de oro, Vidal-Rodríguez Larreta-Peña, en oposición a Monzó. Por no citar una fronda tupida que cuestiona al dúo ejecutivo del Gobierno, los vicejefes Quintana y Lopetegui. Pero quizá la más singular interna fue expuesta por la alborotadora Elisa Carrió, quien se refirió al enrarecido caso Maldonado y, en obvia defensa de Patricia Bullrich –ademas de suponer paladinamente que todo lo que cuestiona a la ministra proviene de vínculos con el narcotráfico–, objetó la acción del segundo de la ministra, Eugenio Burzaco, casi un conspirador.
En rigor, las diferencias con Burzaco empezaron en la asunción de la Bullrich, quien le confesó a Macri ciertas limitaciones de conocimiento sobre el tema seguridad al ser nominada. No tuvo que insistir demasiado el mandatario para convencerla, le susurró que la necesitaba en el cargo. La improvisación de Macri no era una novedad: en su inicio, el Ejecutivo designó varios ministros que ignoraban la materia asignada (Aguad en Comunicaciones, Martínez en Defensa, Cano en el Belgrano, Bergman en Medio Ambiente).
Persuadida sin esfuerzo, Bullrich reveló disgusto por la colocación a su vera del ex jefe de policía porteño Burzaco, lo que pareció sorprender a Macri. “Pero si es tuyo”, le comentó. A lo que ella replicó: “No, jamás”. Entonces, suelto de cuerpo, su interlocutor infirió: “Habrá sido, entonces, una picardía de Marcos”.
Incompatibles. Desde entonces, la tensión entre Bullrich y Burzaco se multiplicó y uno de los picos más altos se produjo cuando la embajadora de Israel presentó una carta al jefe de Estado en la que se habilitaba al empresario Mario Montoto como representante en la compra de materiales de seguridad, aparentemente consentida por Burzaco.
Como la diplomática mostró estupor debido a que su país sólo realiza operaciones de Estado a Estado –sostuvo temerariamente ya que es de estilo la participación de intermediarios–, la sola mención de la carta arrinconó al funcionario (hoy vaciado en materia de subsecretarías), privilegió a Bullrich y, quizás, hasta facilitó una compra de cuatro sofisticadas lanchas para luchar contra el narcotráfico, por la cual la Argentina ya habría adelantado una considerable millonada de dólares. Para colmo, Montoto era observado en una lista negra de Macri como colaborador reconocido en las campañas de Sergio Massa –con quien compartió la moda de sembrar el territorio con cámaras de seguridad– justo cuando el oficialismo señalaba a varios empresarios con la misma inclinación massista para apartarlos de ciertos negocios y cortarle suministros al candidato opositor. Curioso y contradictorio destino de Bullrich y Montoto: en los 70, ambos, con jerarquías diversas, participaron en la actividad de la organización Montoneros.
Nadie vaya a pensar que estas cuestiones dinerarias influyeron en la declaración del primer ministro israelí, Netanyahu, en su reciente visita al país, cuando cubrió de elogios a la ministra por su lucha contra el narcotráfico, quien en respuesta al avieso periodismo que la interrogó sobre la compra de material militar a Israel (y a los Estados Unidos, cuya embajada también encomia la lucha contra el narcotráfico de Bullrich), puntualizó: “No hablamos de ese tema”. Y, para precisar, añadió: “Hoy”.
Dónde está? Estos menesteres ambiguos y la interna denunciada por Carrió sumaron bruma al caso Maldonado, una inesperada derivación que complicó más el misterio de la evaporación del artesano en la protesta de un grupo mapuche.
Ya que, como es público, aún queda pendiente la atrasada investigación judicial sobre la Gendarmería, instituto que parecía el más profesional para disolver tumultos pero cuya disgregación territorial –por ejemplo, el traslado de miles de uniformados a tierras bonaerenses para exhibir mayor control sobre la delincuencia y el narcotráfico– le ha restado capacidad técnica para operar en otros lugares del país. Un nítido ejemplo ha sido el caso Maldonado, en el que participaron contingentes formados con elementos extraídos de distintas guarniciones, quizá sin experiencia en sofocar piquetes. Sólo así se podría entender la vulneración de ciertos protocolos. Por ejemplo, las heridas por cascotazos recibidas en la cabeza y en el rostro de más de un gendarme. ¿Acaso los entrenados miembros no deben utilizar cascos y resistentes viseras de protección en esos procedimientos?
Hay palabras que han mareado también la pesquisa: el jefe del contingente a cargo de reprimir a los manifestantes afirmó –sin que nadie lo desdijese– que sus hombres procedieron de acuerdo a las instrucciones emanadas del Ministerio de Seguridad, tal vez delegadas en el lugar por su enviado, Pablo Noceti, quien a 45 días de la desaparición todavía no ha sido llamado a declarar por el juez ni siquiera como testigo.
Parece, además, que en el operativo no se apeló a una orden judicial para disolver el piquete, sólo primó el imperio de la autoridad gubernamental. En este período preelectoral, el caso Maldonado ingresó a la coctelera del peritaje de la Gendarmería sobre la muerte del fiscal Nisman, un crimen y no un suicidio, y en la aparición de Cristina de Kirchner alegando que las imputaciones sobre la corrupción de su gobierno son menos escandalosas y graves que la de la administración Macri.
Un ejemplo de moral casi tan particular como el que se le atribuye al asesor presidencial que sugirió a su mandante no comprometerse inicialmente en la desaparición de Maldonado porque el episodio no le provocaba pérdida de votos a Cambiemos.
Una recomendación seguida a pie juntillas hasta que se desbordó la calle y medios internacionales (The Economist, Financial Times, etc.) objetaron la distracción oficial sobre el tema derechos humanos. Entonces, para continuar en la dudosa moral argentina, sí empezó a preocupar la posible pérdida de una vida. Casi tanto como la interna.