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Bagdad, verano de 2003

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Cuando llegué a Bagdad en el verano de 2003 y vi por primera vez ese arco, lo tomé erróneamente por una de las antiguas puertas de la ciudad, construidas en el período de los califas para mantener a raya a los invasores persas. Los soldados estadounidenses aludían a él con un nombre que parecía directamente surgido de Las mil y una noches. Lo llamaban la Puerta de los Asesinos.

Todas las mañanas a primera hora, antes de que el sol se volviera un peligro, una multitud de iraquíes se aglutinaba en la Puerta de los Asesinos, algunos en busca de trabajo y otros con carteles de protesta: “Por favor, reabrid nuestras fábricas, o queremos ver al señor Frawley”. Los manifestantes exponían allí sus causas, y en ocasiones incluso se amotinaban. Mucha gente portaba cartas dirigidas a L. Paul Bremer III, el gobernador civil a cargo de Irak. Con el derrocamiento del viejo orden, las autoridades del Partido Baaz expurgadas de sus cargos y los ministerios saqueados por los ladrones, la mayoría de los iraquíes no sabían adónde más llevar sus pesares y peticiones, adónde ir a descargar el peso de su historia personal.

Tal como lo hacían los suplicantes ante el califa de la antigua Bagdad, iban directamente a la puerta principal de la autoridad ocupante. Sólo que pocos iraquíes tenían credenciales para entrar en la Zona Verde, y los intérpretes eran escasos en las cercanías de la puerta. Los iraquíes permanecían en un lado del alambre de púas, gesticulando e intentando explicar la razón por la que precisaban entrar; en el otro lado estaban los estadounidenses con sus chalecos antibalas, haciendo turnos de 12 horas en los puestos de control, manteniéndolos a raya.

Un día de julio, una mujer menuda cubierta con un velo de color salmón se separó de la multitud y me tendió una carta manuscrita. Era una maestra de escuela de unos treinta años, con gafas y el rostro cubierto de una gruesa capa de polvos blancos. La carta, de 18 páginas, solicitaba audiencia con “el respetable y misericordioso señor embajador estadounidense Pawal Bramar”, y contenía una buena dosis de detallados consejos relativos a la necesidad de armar al pueblo iraquí para que pudiera combatir a la resistencia guerrillera. La profesora, de bastante menos de un metro cincuenta de estatura, pedía permiso para portar un AK-47 y colaborar con los soldados estadounidenses contra las bestias que intentaban restablecer la tiranía o imponer la opresión al estilo iraní.

Enseguida me enseñó el falso permiso de armas bosquejado para ilustrar su anhelo. Había dejado su puesto de maestra de inglés en una escuelita para niñas situada en el barrio pobre que denominaban Ciudad Sáder, bajo control chiita, para no someterse a los dictados de los musulmanes radicales que habían asumido el control de la zona tras la caída de Saddam y que habían ordenado al personal que envenenara la mente de las niñas contra los estadounidenses. “Al principio, los estadounidenses tratan bien al pueblo iraquí –me explicó–. Pero después, como los iraquíes son bestias, atacan y matan a los estadounidenses, esto va a afectar la psicología de los norteamericanos y los hará vivir aislándose aún más del pueblo iraquí”.

Decía tener información –proveniente de la fuente más fiable de Bagdad según ella, que eran los niños de las calles– de que el tirano y sus seguidores estaban cortando la cabeza a los estadounidenses (esto fue casi un año antes de que se conociera la primera decapitación en Irak). Esas historias la habían hecho enfermar. Tenía problemas para dormir, señaló, y casi había dejado de comer.

—Por favor, señor, ¿podría ayudarme? –prosiguió ella–. Debo trabajar con norteamericanos porque Saddam Hussein ha demolido mi psicología. Y no sólo la mía, sino la de todos los iraquíes. Demolición psicológica.

Meses después volví a verla; de algún modo, había conseguido trabajo de intérprete para los soldados estadounidenses que inspeccionaban los documentos de identidad y cacheaban a la gente que entraba en la Zona Verde por otro puesto de control. Había engordado y adquirido unas gafas de sol de marca.

Rara vez pienso en Irak sin evocar a la maestra de escuela que esperaba fuera de la Puerta de los Asesinos, recordando la intensidad de su mirada y su discurso, con la sensación de que en ella había a la vez locura y verdad.

Más tarde supe que me había equivocado respecto a la Puerta de los Asesinos. No era antigua; Saddam la había construido unos años antes en una grandilocuente imitación de los accesos clásicos a Bagdad. No era siquiera la Puerta de los Asesinos; al menos no para los iraquíes. El nombre “Puerta de los Asesinos” derivaba del apodo que se daba a los soldados allí destinados, pertenecientes todos ellos a la Compañía Alfa: con la “A” de “asesinos”, como el grafiti ese de “Kilroy estuvo aquí”. Fue una invención norteamericana para un monumento iraquí sucedáneo del antiguo, un nombre equívoco para un espejismo. El nombre “Puerta de los Asesinos” cuajó entre los estadounidenses en Irak, y a la postre entre algunos iraquíes. Los asesinos originales eran herejes musulmanes del siglo XII, de los cuales se decía que consumían hachís en jardines donde proliferaban las delicias terrenales antes de salir a matar y que hacían del asesinato un espectáculo tan abierto y público que se convirtió, a la par, en una forma de suicidio: el asesino arremetía contra su víctima el viernes al mediodía en la mezquita, con una daga, consciente de que él también moriría.

Fui por primera vez a Irak, y luego seguí yendo, porque quería apreciar, más allá de las abstracciones en circulación, lo que la guerra significó en la vida de la gente. Lo que sentí aquel verano de 2003 fue que nada estaba aún consolidado. Las batallas más relevantes eran las que se libraban por igual en las mentes de los iraquíes y los estadounidenses. El significado último de la guerra quedaría definido por la suma de todas las percepciones que albergaban los unos de los otros y por el acontecimiento que los había reunido. Al final, todo quedaría reducido a estos encuentros, millones de ellos, como el que viví en la Puerta de los Asesinos.

* Periodista. Fragmento del libro La Puerta de los Asesinos, Debate.