En la semana terminé Una danza para la música del tiempo. No fue un hecho insignificante en mi vida. En principio por la extensión del libro: dos mil quinientas páginas repartidas en cuatro volúmenes: Primavera, Verano, Otoño, Invierno. Anthony Powell (1905-2000) los publicó como doce novelas separadas durante veinte años, aunque el relato se extiende durante más de cincuenta, desde la primera guerra mundial hasta los setenta, a lo largo del período en el que la sociedad británica completó su drástica transformación de potencia imperial a patria de los Beatles.
No leí Una danza en tiempo récord sino a lo largo de dos años, a razón de unas pocas páginas cada noche antes de dormir, y no hay duda de que voy a extrañar esa compañía suplementaria en la cama. Hay algo único en la novela y es lo que su título anticipa: un tempo narrativo perfecto, un transcurrir de los acontecimientos y los personajes que no parece obedecer a la decisión del autor sino a una fuerza externa que mueve los hilos del mundo. Powell puede emplear cincuenta páginas para contar los entretelones de una reunión social y una línea para informar la muerte de un amigo sin que el contraste disminuya la tersura del relato ni su ritmo cósmico.
Una danza se presenta como un libro de memorias cuyo narrador, Nicholas Jenkins, es un álter ego de Powell. La historia comienza en un colegio calcado sobre el exclusivo Eaton, prosigue en Cambridge (Powell fue a Oxford), se extiende durante tres volúmenes sobre los años de la Segunda Guerra y culmina en la madurez, cuando Jenkins se ha convertido en un erudito, crítico literario y escritor de prestigio que contempla las pasiones de sus contemporáneos desde una distancia y un fatalismo crecientes. A lo largo de la narración, trescientos personajes se entrecruzan como si la sociedad tuviera la forma de un enjambre y nada quedara fuera de una red de relaciones que tiene siempre a Jenkins como nodo. Por un lado, esas conexiones nos recuerdan que la clase alta es un pequeño universo, una gran familia. Pero ese es también uno de los secretos de la magia del libro, porque en él no hay ninguna línea suelta, ningún personaje aislado: todos tienen la facilidad de reaparecer y la historia se vuelve así poderosamente compacta. Más aún, el texto postula una metafísica en la que nada se pierde ni se abandona, ya que el autor vela por todas sus criaturas, por cada una de sus memorias, por cada una de las obras de arte que el libro menciona. Para el lector, esa técnica constituye una bendición incalculable, ya que entre sus páginas se protege de las crueldades del olvido.
Es imposible no comparar la danza de Powell con la búsqueda de Proust, tanto por la dimensión y la estructura de los respectivos proyectos, como por ese singular comercio con el tiempo en ambos libros. Pero puede que la lectura de Powell, un escritor mucho menos introspectivo, sea más placentera a pesar de que su singularidad parece haber pasado más bien inadvertida. Powell no inventó una forma, pero logró una hazaña de índole alquímica: darle una sobrevida a la novela del siglo XIX al hacerla interactuar con las vanguardias del siglo XX. Dicho más simple, Powell es Dickens que ha leído a Joyce. Y aunque sus personajes son tan modernos como el matrimonio Bloom, es capaz de concebir a uno de los villanos más notables de la literatura universal: el monstruoso, desquiciado y trágico Kenneth Widmerpool, cuyo único rival digno sea posiblemente Monsieur Homais, el boticario de Madame Bovary, que como él encarna la faceta siniestra del progresismo. Pero Una danza tiene también su héroe secreto, el excesivo y romántico X. Trapnel, un escritor tan caro y tan opuesto al moderado Jenkins, capaz de sostener que “La gente cree que, por el hecho de ser inventada, una novela no es verídica. Pero es exactamente al contrario. Una novela, precisamente por ser inventada, es verdad.”