Lo intentamos, pero no resultó. Lo intentamos de distintas maneras, y ninguna resultó. Primero fue por la vía positiva, la de la jactancia, la de la euforia: la Argentina, modelo de éxito; el mundo nos miraba, es decir, nos admiraba; todos querían ser como nosotros pero ¡pobres! no podían. Una combinación singular de anticipación y pericia nos llevó a ser la envidia del planeta entero.
A ese ciclo, el de lo exultante, siguió en estricta correspondencia la curva descendente, la fase depresiva o bajón: caímos al fondo del tarro con números de absoluto oprobio; a nadie en toda la Tierra las cosas le salieron tan mal; éramos el hazmerreír del mundo (es decir, una vez más, el mundo nos miraba). No hace falta gran perspicacia para advertir que las dos variantes, aunque contrapuestas, en verdad coinciden: pretenden siempre que los argentinos somos especiales, que nos destacamos del resto, que somos centro de atención.
Por si acaso resulta ser que una avenida en alguna parte es más larga que Rivadavia, o que otra avenida con igual insolencia es más ancha que la 9 de julio, ya tenemos un arsenal de recursos para sostener nuestra excepcionalidad en el orbe: en ningún país, como en el nuestro, pasó la gente ocho meses rigurosamente encerrada en sus propias casas; en ningún país, como en el nuestro, la enseñanza presencial se suplió con la modalidad a distancia; en ningún país, como en el nuestro, se dispusieron restricciones y por eso el mundo libre contempló con compasión cómo una nueva dictadura asolaba a la Argentina. Los embustes de esta índole circularon con impunidad, porque ahora es “posverdad” eso que antes se llamaba mentira.
Hay cosas que resolver (por ejemplo, yo estoy por el regreso a las aulas, con el aumento presupuestario que eso requiere y que desde hace tanto tiempo reclamamos para la educación). Pasaron cosas muy graves (atropellos policiales que conocemos demasiado bien y contra los que desde hace tanto tiempo luchamos). Pero tal vez sea mejor desistir de la ilusión de la excepcionalidad argentina y admitir que en un año como 2020, tan de zozobras y de incertidumbres, aquí hubo aciertos y desaciertos, pegadas y pifies, tanteos y vacilaciones, más o menos como en otras partes; que no somos especiales, no somos únicos, que en general no nos destacamos; que somos un país del montón, en esa parte más bien precaria del montón que se llama Tercer Mundo.