De jovencitos aprendimos en “Pierre Menard, autor del Quijote”, no sé si lo que Borges quiso decirnos con su cuento o lo que pudimos leer allí: que en la copia más mimética de un texto, incluso su reproducción, cambiado el tiempo de su escritura (o de su publicación), el espacio físico donde se escribió, y la firma del autor, lo que se manifestaba era la presencia de un texto “distinto” del original; en magnífica ironía, el narrador modernista del cuento presuponía en la escritura segunda valores que la versión primera (idéntica, recordemos) no poseía en semejante grado.
Partiendo de esa premisa, Alan Pauls realizó una operación distinta, doble, y ambas fueron publicadas este año. Por un lado, tradujo
Barthes por Barthes, que desde luego escribió Roland Barthes y precedió ese texto de un prólogo brillante, iluminador (no por nada Tabarovsky lo postula como uno de los grandes críticos y ensayistas argentinos).
Pero, además, y sobre todo (sobre todo para mi propio gusto), Pauls publicó Trance, un libro que, estimulado por la demencia metodológica con la que Barthes analizó la nouvelle Sarrazine, de Balzac, desmenuza sus propios modos de lectura. Pauls se encarniza con la lectura como objeto, pasión, extrañamiento, inmersión y salida del mundo. A cambio del texto que hubiera sido de esperar (“Cómo escribí mis primeros veinte libros”, por ejemplo), Pauls demuestra que en un autor lúcido y atento los sistemas de lectura se vuelven operaciones de escritura que amplían el campo de las realidades textuales.