¿Qué sanción le corresponde a la pícara empleada que le pidió una foto a Guillermo Barros Schelotto para marcarle, solapada, tres deditos? A mi entender, ninguna. ¿Y qué sanción les corresponde a los dirigentes de la delegación visitante que, en el momento de su arribo a La Boca, taparon ostensiblemente sus narices, en señal de estar sintiendo mal olor? A mi criterio, ninguna. Hoy le toca a una hacer el chiste de los tres dedos; hace poco le tocó a otra hacer el mismo chiste, pero con cuatro. Y eso es todo. Estos vienen para acá y se tapan la nariz, como hacía Angel Labruna; luego otros irán para allá y ensayarán un breve aleteo, como hizo Carlos Tevez. ¿Y qué pasa? Nada. No tiene que pasar nada.
Estoy plenamente de acuerdo con que es preciso evitar toda forma de incitación a la violencia. Pero me pregunto si no es problemático que el criterio de lo que se considera incitación se establezca según la escala de la susceptibilidad de los violentos. Porque, como sabemos desde El matadero de Echeverría por lo menos, no existe nadie más susceptible que un violento cuando está dispuesto a la agresión (para pelear puede bastarle solamente una mirada: “¿Qué me mirás, gil?”, o incluso que no le digan nada: “¿Qué te pasa, gil? ¿Sos mudo?”).
El avance incontenible del flagelo de lo políticamente correcto nos hace caminar por esa cornisa en la que la extrema sensibilidad en la definición de la provocación a la violencia se acerca riesgosamente a la justificación eventual de la violencia como reacción, o le concede un poder casi extorsivo sobre lo que se puede o no se puede hacer. La violencia deja de percibirse como lo que es: desmedida, desmesurada, para pasar a percibirse como una respuesta a la medida de la provocación. ¿Y si cayera, por caso, un violento a sopapear a estos preventores de violencias con el argumento de “Qué pensás, gil, que no me la banco”? Sería el colmo.