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Bendita internet

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Recuerdo por ejemplo aquel viejo programa de televisión que se llamaba Teatro como en el teatro. Y ese otro que adoptaba un nombre análogo: Cine como en el cine. O recuerdo que las transmisiones de boxeo se anunciaban Bajo las luces del ring. Era la época en la que la televisión asumía un carácter subalterno y se reconocía, a conciencia, apenas como un sucedáneo. Se daba por sentado que siempre era mejor concurrir al teatro para ver teatro, o al cine para ver cine, o contar con la posibilidad de ubicarse en el ring side para ver una pelea de boxeo. No pudiendo, la televisión venía a aportar su modesta compensación y trataba de parecerse a esos mundos que apenas emulaba.

Las circunstancias después se invirtieron. La televisión, como sabemos, pasó a convertirse en la medida de todas las cosas. Y desde hace tiempo todas esas otras cosas tienden a asemejarse al espectáculo televisivo. Buena parte de lo que se ofrece en las salas de teatro, al menos en las más comerciales y concurridas, suele no ser otra cosa que un programa de televisión actuado en vivo. La conducta de los espectadores en los cines, que ven la película cenando alguna cosa rica y charlando a viva voz con sus amigos o sus parientes, responde cada vez más a que se sienten igual que en el living de sus casas, viendo la tele. Y de los que asisten a ver espectáculos deportivos, se espera cada vez más que se comporten como televidentes: sentaditos, hasta apoltronados, apaciguados, indolentes (yo mismo, confesaré, una noche de excepción en un palco de la cancha de Boca me perdí una jugada en vivo porque me había dado vuelta a ver en un televisor la repetición de la jugada anterior).

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Antiguamente no resultaba tan sencillo aparecer en la televisión. Y la gente en general se afanaba por conseguirlo: ante cualquier móvil de exteriores, una muchedumbre se apretaba a espaldas del periodista para tratar de salir de fondo, saludando desde atrás, estirando mucho el cogote. Hoy en día, con tantos y tantos canales y transmisiones de 24 horas, hasta uno sale en la tele alguna que otra vez, hay más de 15 minutos de fama disponibles para todos. Y a los pobres movileros en la calle les cuesta mucho encontrar a alguien que quiera ponerse frente a la cámara y hablar. ¿Por qué será?
Tal vez porque les da vergüenza. Porque una parte considerable de la programación televisiva actual está claramente consagrada a eso: a la vergüenza. A presentar situaciones vergonzantes, o a hacer pasar vergüenza, o a dar vergüenza lisa y llanamente. Es lo que entendió Marcelo Tinelli, antes y mejor que nadie, primero con los bloopers y después con las cámaras ocultas, y en el fondo nunca se ha dedicado a otra cosa, ciclo tras ciclo, formato tras formato.
Podemos confiar en que las nuevas generaciones, que gracias a internet, tan diversa y tan abierta, se crían con menos televisión, serán sin dudas mejores que nosotros.