“La patria es un dolor que nuestros ojos no aprenden a llorar/ la patria es un dolor que aún no tiene bautismo.”
Leopoldo Marechal
Nadie debe sorprenderse. El Bicentenario, en lugar de convertirse en un símbolo de unidad y cohesión nacional, va a expresar como nunca desde 1983 la fractura expuesta de una sociedad envenenada por el odio. Perón sentenció que el año 2000 nos iba a encontrar unidos o dominados. Unidos no estamos salvo en la intención de ver caído al otro, al que piensa distinto y transita por la otra vereda. El principal responsable de esta tragedia que va a costar años suturar es a todas luces Néstor Kirchner. En su afán de ocupar el lugar de la patria coloca al adversario en el campo de la antipatria. Son dos Argentina irreconciliables. El Teatro Colón sin kirchneristas y con el vice Julio Cobos como máxima autoridad institucional será la crónica de una segunda vuelta anunciada, con música de Tchaikovsky y Puccini.
Pese al crecimiento de los Kirchner en las encuestas, aún hay siete de cada diez argentinos dispuestos a utilizar su voto como un límite para un proyecto autoritario y castigador. El Tedeum en la Basílica de Luján, con el oficialismo como protagonista casi solitario, va en el mismo sentido y es una demostración del fracaso de integrar a la comunidad en una convivencia pacífica que celebre las diferencias y las procese en el debate democrático, sin gritos ni puñetazos en la mesa. El abismo es tan profundo que el propio cardenal Jorge Bergoglio, a quien los Kirchner ubican como uno de los jefes de la oposición junto a Héctor Magnetto, tuvo que llamar a la cordura y recordar que lo que ocurrirá el 25 de mayo en la Catedral será un acto religioso. Estaba en marcha una convocatoria multisectorial de todos a quienes los Kirchner han marginado para hacer una demostración de fuerza.
El estilo de Néstor Kirchner demostró tanta capacidad para la construcción como para la destrucción política. Si el aparato de desprestigio mediático del Estado funciona las 24 horas agraviando opositores, periodistas y repiqueteando el bombo de la propaganda es difícil que a la hora del encuentro patriótico entre los argentinos se coseche otra cosa que no sean facturas y despechos. Lo más peligroso a futuro es que ese quiebre (potenciado en antinomias, como en los tiempos mas nefastos) no alcanza sólo a los dirigentes. Hay multitudes de argentinos que viven en y del campo, que han mejorado notablemente su situación económica. Eso en cualquier lugar del mundo se traduciría en intención de voto o en imagen positiva de Cristina y Néstor. Pero fue tan grande la humillación de la guerra gaucha (golpistas, oligarcas, grupos de tareas), que produjo heridas que no cierran con dinero. Va a tener que trabajar mucho en esos sectores el oficialismo para mejorar sus posibilidades electorales.
En las clases medias urbanas ocurre algo similar. En Córdoba y la Ciudad de Buenos Aires, los candidatos del FpV hicieron los papelones más grandes de las últimas elecciones. En Capital, sacaron un voto de cada diez y en la provincia mediterránea llegaron cuartos: ganó la sociedad entre la UCR y Roberto Lavagna en 2007 y en 2009, Luis Juez. La ofensiva callejera, mediática y agresiva del kirchnerismo del último trimestre en estos dos grandes distritos logró en dosis homeopáticas el objetivo de salir de la vergüenza y retomar ciertos niveles de iniciativa. Felipe Solá lo definió con mordacidad: “El kirchnerismo es una minoría en expansión”. La idea era comunicar el siguiente mensaje: no nos han vencido. Sin embargo, ese mecanismo azuzado desde la televisión oficial y paraoficial y las declaraciones patéticamente soberbias y triunfalistas de un par de funcionarios funcionaron como el patoterismo de una minoría. Como alguien que en lugar de reconocer los errores y revisarlos para no volverlos a cometer, resuelve negar la realidad y levantar el dedito para acusar de gorila y destituyente al que piense distinto y le ganó la elección. Eso fue inoculando la peor de las ponzoñas. Y por eso, entre otros motivos, tanto en Córdoba como en Buenos Aires cuesta encontrar banderas colgadas en los balcones de las casas particulares. Los contestadores telefónicos de las radios, las conversaciones de ocasión en supermercados y una módica cadena de mails fogonearon el estado de ánimo de bronca de mucha gente e incitaron a manifestar su descontento con los Kirchner dejando desnudos los frentes de sus domicilios.
Es muy difícil sopesar la magnitud de un fenómeno cargado de subjetividades, pero convoca al análisis porque las banderas brillan por su ausencia. Amplias franjas de la comunidad sintieron rechazo por esa obsesión enfermiza de los Kirchner de partidizar todo lo que tocan, de no dar puntada sin hilo, de intentar capitalizar los recitales, los triunfos deportivos, los festejos patrios. La codicia del avaro siempre fabrica enemigos. Los Kirchner han demostrado astucia y habilidad para muchos aspectos del crecimiento de su proyecto de poder. Pero se comportaron como elefantes en un bazar cuando fueron obligados por la historia (como en esta ¿fiesta? de los 200 años) a buscar consensos amplios que reflejen la diversidad de nuestra sociedad. La intolerancia tiene patas cortas. Produce llagas sobre la piel que el día menos pensado se convierten en búmeran.
El general Manuel Belgrano decía que “la patria es el sentimiento de libertad que es capaz de transformar en héroes a los ciudadanos mas simples”. El poeta, filósofo y educador Juan Crisóstomo Lafinur murió en 1824, pero escribió algo que parece una crónica de estos tiempos de cólera: “¿Cuál es el que a los tiranos protege en sus agresiones y fomenta disensiones entre amigos y entre hermanos? ¿Quién el que a los ciudadanos les extingue el patriotismo? El fanatismo”. Lamentablemente en esta Argentina de florecimiento económico, atomización social y fragmentación política, el sol del 25 no viene asomando. Y la patria sigue siendo ese dolor que no aprendemos a llorar.