Usualmente, el primer punto de la primera bolilla de todo curso de Economía Política, se refiere a dicha disciplina como la ciencia de la administración de la escasez de recursos. Tanto que en el paraíso de los “bienes libres” los economistas son tan superfluos como los médicos y abogados en el cuento del Viejo Miseria de Don Segundo Sombra.
La iniciativa encarada por el oficialismo para cambiar la misión del Banco Central, más parece un blanqueo de intenciones que un giro de 180 grados. La economista ex desarrollista Mercedes Marcó del Pont, devenida en militante K, no hace más que volver a las fuentes del viejo ideario frondicista: el desdén con que mira la función “ortodoxa” del ente regulador monetario.
En realidad, el primer golpe de gracia se lo dio Domingo Cavallo hace justo seis años, cuando apuró la remoción del entonces presidente del BCRA, Pedro Pou, que tenía mandato por tres años más. El tsunami de críticas, acusaciones de avalar el lavado de dinero y demás cuestiones quizás escondían una intencionalidad principal: eliminar un escollo (la autonomía real del Central) para utilizar todo el arsenal de políticas monetarias posibles para detener la caída en picada de la economía argentina.
Maestros. Como la historia es la maestra de la vida, Herodoto dixit, no debería extrañar ahora que ante un nuevo punto de inflexión en lo que se creía la cadena de la felicidad del siglo XXI, los dardos apunten nuevamente a la supuesta intransigencia del BCRA para no “coordinar” con las políticas económicas generales que quiere ejecutar el Gobierno.
¿Será Martín Redrado, su actual presidente, más dúctil que Pou en su momento? ¿Habrá aprovechado el tiempo para cultivar una de sus fortalezas, su gran capacidad de relacionista público, para encontrar apoyos que le permitan rescatar parte del rol tradicional de la entidad?
El enemigo público ahora no es el desfinanciamiento externo y la crisis de la deuda, sino el agotamiento del superávit primario para financiar la política de sostenimiento del tipo de cambio en un valor sustancialmente más alto que el de los hermanos del Mercosur.
Claro que ello va atado a tres factores: La clásica apetencia de más gastos en un año electoral. La sola mención del costo de US$ 1.320 millones del autodenominado tren de alta velocidad a Rosario y Córdoba (que en honor a la verdad sólo alcanzaría magnitudes muy inferiores a su par AVE español y TGV francés), es un claro ejemplo de la infinidad de gastos corrientes o en inversiones que puede disparar una pizarra ávida de anuncios concretos y un Tesoro que sólo pagará en otro mandato.
El segundo factor es el agotamiento del alivio en la presión monetaria que significaba la devolución de los redescuentos otorgados a la banca en ocasión de la mega crisis 2001-2002. Con excepción del Banco de la Provincia de Buenos Aires, que remolonea sus casi $3.500 millones por los cuales alguien, algún día, deberá poner la cara para explicar que el corralito y el corralón significó, en parte, la salvación de la entidad decana del sistema financiero argentino.
Y, finalmente, la discusión pasa por la tasa de interés: si se decide no convalidar las tendencias revaluatorias y se ha resquebrajado el sistema burocrático de control de precios, la única vía de escape contra un sofocón inflacionario será darle aire a la tasa de interés. Esto, automáticamente “enfriaría” la economía, afectando a algunos sectores muy sensibles al crédito: el consumo de bienes durables y la inversión en construcción, por su mayor costo de oportunidad.
Voto plasma. Se trata de dos industrias que inciden definitivamente en la expansión del empleo y en la sensación de un mayor poder adquisitivo. Que algunos maliciosos se empeñan en llamar el “voto plasma”. ¿Volverán las viejas épocas en que los dilemas de la política económica eran la estabilidad de precios con tasas altas o la inflación y tasas negativas?
Esos y otros fantasmas parecidos se agitan cuando se hace un recuento de la lista de deberes del próximo gobierno y su equipo económico. Al parecer, estos últimos meses de campaña interna del oficialismo sirvieron para marcar la cancha y alinear equipos, incluso entre el bando de perdedores y ganadores.
La cruzada de Guillermo Moreno no tiene final cierto todavía: él quería la gloria (en el Palacio de Hacienda) y la realidad podría indicarle un discreto lugar en la lista de diputados bonaerenses, como Felisa Miceli, ahora empeñada en demostrar que no está para cubrir la cuota femenina en el Gabinete.
Martín Redrado está siempre expectante, con la experiencia que le da haber surcado aguas tan turbulentas como en apariencia disímiles de Carlos Menem I y II, Eduardo Duhalde y ahora, Néstor Kirchner. Quizás la definición del género del próximo/a pingüino/a candidato termine por acomodar el rompecabezas de definiciones de política económica, pero también de egos y quintas de poder. Pero algo ya es una certeza: gobierne quien lo haga, lo hará bajo las leyes de la escasez. Y allí se escribe una historia diferente.