El boliche de los hermanos Díaz está lejos de todo, en medio del campo, a veinte kilómetros de General Galarza, al sur de la provincia de Entre Ríos. Saer o Briante lo hubieran mostrado bien. Está sobre el tramo de ripio que llega a la comisaría y un poco más allá donde se corta y donde se acaba el mundo cuando llueve fuerte, porque se hace un barro arcilloso que ahora empantana las camionetas y antes reventaba los caballos. Es un almacén pero lo llaman el boliche de los Díaz, como si en el fondo dijeran el boliche de los días porque está clavado ahí desde 1960, sin cambiar. Hay un ombú al costado del camino para hacer sombra a los autos que paran, apenas una abertura en el alambrado para que pase la gente, y la construcción de material y chapa. Cuando el recién llegado entra, tiene que acostumbrar la vista a la penumbra. Los Díaz son plurales, están siempre de a dos, aunque son cuatro, dos hermanos y dos hermanas, pero ellas casi no atienden el mostrador, salvo urgencias que no suceden nunca. Uno está parado y el otro sentado. Uno de anteojos, bigote y boina con visera, achispado para las respuestas y los números, y el otro un poco más joven, más ancho, de cara roja y ojos claros y menos luces para el presente pero más sabio para los tiempos largos, para callarse y seguir tirando. Envejecieron así como están, entre almanaques de jineteadas y propagandas de cerveza. Medio siglo de historia política argentina los atravesó como esas filmaciones en cámara rápida de cielos cambiantes. Ahí siguen detrás del mostrador.
Ahora hay un hombre joven de gorra tomándose un taco de whisky a las diez de la mañana; va llevando unos postes que asoman de la caja de su camioneta estacionada. Hablan del camino, de Vialidad que no pasa hace rato a emparejar con las máquinas y se está haciendo un huellón de barro seco que rompe la dirección y las puntas de eje. Silencios largos entre temas y subtemas. Pasan cosechadoras lentas por el camino y camiones apurados levantando tierra. La maquinaria agrícola que avanza tiene un aire extraterrestre, como grandes naves de alas plegadas y ruedas gigantes. Es el Imperio de la Soja. Los Díaz tuvieron un pedazo de campo chico hasta los ochentas, después vendieron. En esa época se empezó a ir la gente. Antes había chacras en la zona, estaba más parcelada la tierra. Había tambos, huertas, gallineros. No eran tiempos felices, ni más fáciles, pero había más movimiento, más comunidad. En los tiempos del finado papá, dicen los Díaz. Empiezan así varias frases. Estarán los cuatro hermanos entre los 65 y los 75 años, todos solteros. Al lado de una estampa de Ceferino Namuncurá hay unas fotos viejas: el finado papá en blanco y negro, bastante reforzado, vestido de botas y pantalón y saco y corbata y sombrero de ala corta, impecable y ajustado, como un alemán redondo, teniendo de la rienda un caballo ensillado y también muy ajustado. La pata más gringa de una gauchesca que nunca existió. Y otra foto de gente trabajando en una cosecha. Son del año treinta más o menos, dice el Díaz sentado, porque el finado papá estaba vestido así para ir a ver a la madre de ellos que en ese tiempo todavía era la novia.
Parecen haber armado entre los cuatro hermanos una sociedad cerrada en la que cualquier pareja era la intrusa o el intruso. Debe haber habido novias, novios, relaciones fallidas, peleas. O quizá no. Quizá ninguno dudó de la hermandad blindada. No cabe duda de que les funcionó para atravesar el tiempo. Ahora para un Renault 18, con parches de distintos colores. Bajan dos hombres y queda una mujer en el asiento de atrás. Suenan las puertas de las heladeras viejas. Cerveza fría. Compran galleta, caramelos para los chicos. La balanza tiene una especie de espejo retrovisor muy misterioso. El boliche está surtido: alpargatas, encendedores, tanquecitos de Flit, carne, pan y leche fraccionada en botellas de Pepsi de dos litros. El hombre de los postes se fue. Llega una maestra de guardapolvo en un Duna, viene a comprar una lata de tomates porque están haciendo unas pizzetas para los chicos en la Escuela 12. Llega un Falcon celeste, baja un hombre y las dos mujeres se quedan, una en el asiento del acompañante y otra en el asiento de atrás. Se saludan con la mujer que estaba en el Renault. Se conocen. Las mujeres sólo entran al boliche para comprar algo del almacén pero no se quedan a tomar un trago. Ahora adentro hablan de la lluvia que no llega y de una nena de diez años que encontraron muerta en Gualeguay.