Solo después de la muerte de Bolívar su leyenda se arraigó y creció. Pocos héroes han sido tan exaltados por la historia, tan venerados en todo el mundo y tan inmortalizados en mármol. Con el tiempo, el rencor que hostigó sus últimos días se convirtió en adulación desenfrenada.
Pero ese giro, tal vez único en los anales de la historia, se demoró en llegar. Mientras se apagaba su vida y se enfriaba su cadáver, solo sus fieles estuvieron allí para llorarlo. Bolívar murió agraviado, incomprendido, difamado en todas las repúblicas que liberó. A pesar de haber nacido en la riqueza, murió pobre. No obstante los ingentes recursos que llegara a controlar, rehuyó la recompensa financiera. Dejó esta vida sin un centavo, indefenso y desposeído. Expulsado de Bogotá, odiado por el Perú, ansiando regresar a su amada Caracas, pronto descubrió que incluso su tierra natal le había prohibido el regreso a casa. Solo unos cuantos lloraron su muerte: su mayordomo, sus tenientes incondicionales, sus hermanas, el hijo de su hermano, algunos amigos dispersos. Del resto hubo pocas condolencias. (...) Pasarían 12 años antes de que llevaran a Caracas en marcha triunfal los huesos de Bolívar.
Desde un fuerte cercano se escucharon tres salvas de cañones que indicaban el fallecimiento del Libertador, mientras su médico, el boticario local Révérend, se disponía a realizar la autopsia. Por la decoloración del cadáver, los pulmones obstruidos, los pronunciados tubérculos y la atrofia avanzada, llegó a una conclusión: Bolívar había muerto de insuficiencia pulmonar aguda, probablemente tuberculosis. Luego de trabajar toda la noche en el embalsamamiento, el médico se topó al amanecer con una responsabilidad adicional: no había quien vistiera al cadáver ni prenda alguna disponible, excepto la túnica raída con que había muerto. Hubo que pedir prestada una camisa limpia a un vecino amable, tras lo cual se arregló un remedo de funeral por el que pagó un voluntario.
El 20 de diciembre de 1830, el cadáver del Libertador fue llevado de la cámara ardiente en la Casa de la Aduana hasta la Catedral, a pocas cuadras de distancia. Una modesta procesión se abrió paso a través de las tranquilas calles de Santa Marta. Tañeron las campanas, se cantó un réquiem, pero no hubo funcionarios importantes que escucharan. El obispo de Santa Marta, quien había caído enfermo días antes, no presidía la misa. Los restos de Bolívar se depositaron en una cripta dentro de los muros de la catedral, y allí yacieron mientras la Gran Colombia caía en pedazos, el continente se enredaba en guerras de poca monta y los generales de Bolívar pujaban entre ellos dándose importancia. A los pocos meses, José Antonio Páez, el archienemigo de Bolívar, fue elegido presidente en Venezuela. En Bogotá derrocaron ignominiosamente al general Urdaneta, quien había intrigado para coronar a Bolívar. El general Santander, luego del exilio por el intento de asesinato, regresó a gobernar la Colombia independiente. El general Flores, quien deseaba más espacio para el Ecuador, preparaba un ataque por el flanco a la república madre.
Panamá, tratando de declararse república, buscaba ansiosamente a un líder. Bolivia, al mando de Andrés Santa Cruz, luchaba para superar el caos. Y Perú, el tenso núcleo de un imperio caduco, se disponía a tener veinte presidentes en los siguientes veinte años. Pero a pesar de todo, el logro supremo del Libertador fue irreversible: los españoles nunca regresaron.
La noticia de la muerte de Bolívar –como todas las noticias en aquellos tiempos lejanos– tardó en difundirse por las Américas. Manuela iba hacia él río abajo, confiada en que los rumores de su declive fueran exageraciones, cuando una carta de Perú de Lacroix la detuvo en seco: “Permítame, estimada señora, llorar con usted la inmensa pérdida que ha sufrido junto al resto de la nación. Prepárese para recibir el aviso final de muerte”. Sorprendida, perdió momentáneamente el juicio. De alguna forma consiguió una serpiente venenosa y se la llevó a la garganta, aunque el ofidio le hundió los colmillos en el brazo. Cuando se repuso, recobró su férrea determinación: “Amé al Libertador mientras estuvo vivo –le escribió al general Flores–. Ahora que está muerto, lo venero”. (...)
Muerto, Bolívar dejó de ser hombre para convertirse en símbolo. A medida que pasaron los años, mientras el caos seguía azotando la región, los sudamericanos recordaron la extraordinaria hazaña de liberar a tantas naciones en un momento tan nefasto. Sus fracasos como político se esfumaron. Sus éxitos como libertador adquirieron notoriedad. En efecto, sus logros eran irrefutables. Fue él quien difundió el espíritu de la Ilustración, llevó tierra adentro la promesa de la democracia, abrió las mentes y los corazones de los latinoamericanos a lo que podían llegar a ser. Fue él quien, con un instinto moral más alto que incluso Washington o Jefferson, vio el absurdo de emprender una guerra por la libertad sin emancipar primero a sus propios esclavos. Fue él quien dirigió los ejércitos, durmió en el suelo con los soldados, se preocupó por los caballos, las municiones, los mapas, las mantas, inspiró a los hombres un heroísmo inimaginable.
Los revolucionarios lo aclamaron en México, Chile, Cuba, Argentina... “Cabalgó siempre luchando –como dijo Thomas Carlyle– más millas que las que navegara Ulises. ¡Que los próximos Homeros tomen atenta nota!”.
Nunca antes en la historia de las Américas la voluntad de un hombre había transformado tanto territorio, unido a tantas razas. Nunca en la América hispánica se había soñado así.
Pero mientras forjaba el Nuevo Mundo, había hecho concesiones. Más de una vez, Bolívar dejó sus ideales tirados por el camino.
*Autora de Bolívar, editorial Debate (fragmento).