“No es tan difícil tocar notas originales. El sonido es otra cuestión. Es uno mismo. A ver, ¡escucha! (toca). A la primera nota me reconoces, ¿no? Eso es el sonido. Tu sonido es... es como tu sudor.”
Miles Davis (1926-1991)
El tipo ironiza, hace bromas, y sin embargo, es más serio que la legión de expertos que insiste en convertir a este juego en un escenario bélico digno de Von Clausewitz. Y digo que es más serio porque manda a los suyos a jugar, con naturalidad, y elude ese pantano de frases hechas convertido en idioma oficial por críticos y colegas. Una jeringoza vacía que empantana fatalmente cualquier intento dialéctico (entendido como una confrontación de deseos a la hegeliana, muchachos, no como sanata) y asegura la supervivencia laboral. Ay.
En Independiente le fue mal. No le tuvieron paciencia, lo miraban de reojo y lo sitiaron, en la tribuna y en el vestuario. Venía de ser tricampeón en Colo Colo, jugando simple, tic, tac. Una base sólida, una línea melódica que abre y cierra, el libre fraseo de sus mejores solistas. ¡Jazz! Miles, Monk, Parker, Dolphy, Mingus, Coltrane… Virtuosos que deforman la manera clásica de tocar para imitar la voz humana, futbolistas que convierten su pie hábil en una mano derecha sobre el teclado del piano.
Ese era su sonido en Chile, el mismo que suena en este sorprendente Argentinos modelo 2010. Oberman y el Chuco Sosa resucitan, como el último Chet Baker; Caruzzo es el bajo, Calderón se niega a morir, el pibe Coria improvisa y Ortigoza es un Roland Kirk que toca todo a la vez y demuestra que el mayor error de la Patria, salvado el casi rebote de la bella Merceditas en el Central, fue dejarlo fuera de la Selección, con la albirroja paraguaya puesta. Eso es jazz, señores.
Claudio Borghi ha sido uno de los jugadores más talentosos y elegantes que vi en mi vida. Cuando apareció en la primera de Argentinos, deslumbró. Para todos, era el nuevo Maradona. Y ése fue su karma, pobre. Como en 1985 Racing todavía penaba en la B, mis domingos eran suyos. Aquel equipo, con Olguín, el Panza Videla, Pepe Castro y Batista, era una delicia, pero yo iba a verlo a él. Cada vez que tenía la pelota, era Zappa, tocando su SG colorada sólo para mí. ¡Misa!
Quien haya visto la final Intercontinental contra la Juve de Platini, sabe que fue, lejos, el mejor la cancha. Berlusconi tampoco dudó y lo fichó para el Milan. Pero como en aquellos años sólo había cupo para tres extranjeros (y recién había llegado el trío de monstruos holandeses: Reijkaard, Gullit y Van Basten), lo cedieron al Como. Chau. A partir de ese momento fue un lento declive hasta el retiro. Igual me indigno cuando dicen que Borghi pudo haber sido más. ¿Más? ¡Si era un futbolista genial! ¿Qué renunció a ser… más ganador? Ah, bueno, eso sí. Un detalle menor.
No fue la noche lo que lo alejó del Olimpo de las superstars, como le pasó al Bambino Veira. Ni el alcohol, la implacable condena del genial René Houseman. Para nada. Ni lesiones graves, ni una personalidad encapsulada y tortuosa estilo Bochini. Lo único que pudo impedir el seguro acceso de Borghi a la elite del fútbol mundial fue cierta indolencia crónica, quizá la falta de deseo, o un cansancio prematuro que lo distrajo hasta acomodarlo en la intrascendencia.
Con la sabiduría de aquellos que de verdad ha sufrido, Borghi se ríe de los que lamentamos que su nombre no se codee con los más grandes de la historia. “Estoy muy conforme con mi carrera. Vengo desde muy abajo y cuando empecé, no soñaba con llegar ni siquiera a la décima parte de lo que conseguí en la vida”, explica con lógica implacable.
Recuerdo su primer reportaje en la vieja revista La Semana. Lo vestimos con un frac y fotografiamos en detalle su máxima creación de la época: la rabona. Pie derecho por detrás de la pierna izquierda de apoyo y precisión de relojero para ponerla en un ángulo desde 35 metros. Wow. Eran los años 80. Austral, Sumo, hombreras, Olmedo, jugadores reporteados al salir de la ducha y Borghi, el nuevo Maradona que, con infinito candor, confesaba su fe mormona, enamorado y virgen hasta el matrimonio. Uf. No la pasó bien. En los córners lo volvían loco y encima nosotros, con un dudoso sentido del humor, titulamos “Cero a cero” la nota en la que posaba con su novia. Es algo tarde, pasaron 25 años, pero cumplo en pedirte disculpas públicas, querido Bichi. En fin… Peor la Iglesia con Galileo.
Faltan pocas fechas y (todo es tan previsible y circular...) regresan los temas de siempre: a) La “incentivación”; b) La palabrita mágica, “campeón”. Los cronistas tratan de que los de arriba se tienten y caigan en la trampa de pronunciarla anticipadamente. Si aciertan, serán ganadores natos. Si no, bocones impresentables. Borghi, relajado y asombrosamente racional para lo que exige el medio, observa con piedad a sus interlocutores y acepta que, si bien arrancó con aspiraciones mucho más modestas, ahora piensa en el título, por qué no.
Ojalá se le haga, compatriotas. No estaría tan mal que, por fin, en un país como el nuestro, los buenos de verdad también se acostumbren a ganar.