Hasta abril de 1838, Juan Bautista Alberdi publicó regularmente sus artículos en el periódico La Moda. El romanticismo llega al Río de la Plata como antesala del simbolismo y no es casual que, años después, en Francia, Mallarmé edite su propia revista, llamada La Dernière Mode. Son artículos de costumbres, cargados de buen ojo e ironía. Un nuevo clima de época va instalándose poco a poco. El propio Alberdi, junto a Echeverría y Gutiérrez, ente otros, integra la primera generación de intelectuales jóvenes, el primer grupo en plantear una disidencia generacional. Echeverría organiza la asociación Joven Argentina y el ser un intelectual joven, moderno e ilustrado aparece como un modo de resistencia a lo viejo, y como contraseña del cambio por venir.
Pero ese mismo año, Rosas mediante, La Moda cierra y Alberdi, como muchos otros intelectuales, abandona Buenos Aires rumbo a Montevideo. Allí rápidamente comienza a colaborar en El Iniciador, un quincenario con ciertas pretensiones estéticas. El primer artículo que Alberdi publica es un reportaje ficcional a Figarillo, su personaje fetiche. En el medio del texto hay un largo párrafo que merece ser transcripto en su totalidad: “—Pues qué, ¿vive usted de las letras? —Ni Dios lo permita: preferiría ser ladrón, sería menos despreciable. El robo al menos se ha visto consagrado en Esparta. Pero las letras, en América, ¿cuándo? Nosotros no conocemos otra nobleza que la del trabajo: todo trabajo es noble entre nosotros, menos el de las letras porque ése no es trabajo: o a lo menos es un trabajo muy degradante. Aquí es un deshonor trabajar con la cabeza, es decir, como hombres; mientras que es una honra trabajar con los brazos y los pies, es decir, como bestia. Sólo el trabajo bestial goza de favor. Galopar, sudar, asolearse, mojarse, estropearse; hacer la guardia a las vacas, gobernar peones imbéciles, golpearse con todo bicho, mentir a todo trapo para ganar un real en ventas de trapos, de cuernos, de cueros, de cerdas; esto sí es de la gran gente, altamente honrosa y brillante: constituye entre nosotros la brillante profesión mercantil”.
La pluma ácida de Alberdi exhibe el comienzo de un lento proceso (el de la profesionalización del escritor) que va a completarse alrededor del Centenario, cuando el campo literario se autonomice. Unas décadas después van a irrumpir las vanguardias. Pero eso es otra historia. ¿Seguro que es otra historia? ¿Qué responderían hoy los jóvenes escritores a la vieja pregunta de Alberdi? Frente a la pregunta de si viven de la literatura, ¿responderían “Dios no lo permita”?
Ocurre que la literatura es gratuita en un sentido profundo. Como un acto: un acto gratuito. Un tipo particular de don, basado en el olvido radical. El que da olvida que da. El que recibe olvida que recibe. Ambos olvidan el intercambio, hasta el punto en que el intercambio se desvanece, se borra, no deja huella. En ese momento –el absoluto literario–, la literatura deja de ser libro (tapa, contratapa, reseñas, precio de venta, mesa de novedades, mesa de saldo) y vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: texto. Lectura. Experiencia.
Casi al final del artículo, Alberdi agrega: “A mí pregúntenme ustedes de cosas frívolas, de pasatiempos, como son los loros, la filosofía, las cotorras, la poesía, los perros falderos, la literatura, etc.”. Ninguna definición mejor.