Supongo que las tragedias griegas se siguen enseñando en los colegios secundarios del país. Allí se verifica de manera cabal el principio del decoro, la premisa de que ciertos actos o ciertos hechos no deben ponerse en escena. Pero el espectáculo de la crueldad (no el teatro de la crueldad de Artaud, sino el espectáculo de la crueldad hoy por hoy tan afianzado en redes y medios tradicionales) obviamente no responde a esos criterios, sino más bien lo contrario. Se busca premeditadamente ocasionar dolor: dañar, denigrar, ensañarse y entregarse al regocijo. O si hay dolor, si ya existe, si ocurre solo, se procede así sin más al ejercicio obsceno de la contemplación morbosa, o tanto más al avance hiriente de una cruda mostración.
Siempre hubo quienes se regodeaban con la desgracia del vecino; pero pispeaban esa desgracia por las ranuras de la persiana o pegaban la oreja a la pared. No se asomaban ostensiblemente ni mucho menos la daban a ver. Ese prurito de discreción según parece ahora declina, si es que no está ya casi abolido. Y es que no se trata en estos casos de chusmear y de chismear, sino de ejercer la crueldad y convertirla en espectáculo. Por eso lo que se mira importa menos que el hecho mismo de estar mirando, por eso lo que se exhibe importa menos que el hecho mismo de estar exhibiéndolo. El goce de la crueldad radica en la propia crueldad, más allá del objeto (o del sujeto) al que se aplica.
Cada tanto, sin embargo, surgen quienes se resisten a ser objeto de ese juego (porque no lo quieren jugar o porque no les parece un juego). Bajo las condiciones imperantes, ya validadas y naturalizadas, lo que se espera es que soporten y no chisten, que aguanten y aguanten callados. Que no tengan “piel finita”, que no quieran ser “almas bellas”. Pero ocurrió en este caso que no, que estaban viviendo un dolor, que les dieron a modo de show una noticia que los lastimaba; que sufrieron una muerte cercana y entonces se desesperaron. Y no quisieron que ese dolor se filmase, se grabase y se propalase para todo público; no quisieron convertirse en objeto de esa forma de crueldad. Pues no había nada allí para informar o para mostrar, se trataba apenas de un regodeo impiadoso.
¿No emplearon buenas maneras? No, no emplearon buenas maneras. Repelieron como se repele el acecho de tiburones que olfatean la sangre de un herido; ahuyentaron como se ahuyenta el merodeo de caranchos ansiosos.
No siempre se consigue cuidar debidamente las formas al encontrarse en circunstancias así.