La última vez que fui con un médico clínico fue imborrable para mí. ¿Por qué? Porque el médico me revisó. Cosa que parece que los clínicos ya no hacen. Te preguntan qué te duele y te mandan a hacer análisis y después los leen. Pero aquella vez –no recuerdo por qué patología fui– me atendió el doctor Klaus Hasenclever.
Recuerdo que me escuchó hablar, contarle lo que me pasaba y que ya en esa escucha yo sentí cierta hospitalidad. Después me revisó como lo hacían los médicos de mi infancia: los ganglios, los pulmones, el abdomen, la presión, los ojos. Auscultaba el cuerpo como si fuera un instrumento acústico donde soplaba, de vez en cuando, el espíritu. Nunca volví con un clínico y nunca lo olvidé.
Esta semana saqué un turno con otro clínico y fui. Pensaba: “¿Será de la nueva camada, que ni siquiera te mira o te pregunta cosas mientras chequea el WhatsApp?”.
El doctor Francisco Abelenda entró en el consultorio con su guardapolvo, apurado. Venía, se ve, del hospital. Era joven. Cuando me llamó vi con alegría la camilla al costado de su escritorio, los aparatos para revisar al paciente. Le conté mi experiencia con Hasenclever, pensando que era imposible que lo conociera. Me dijo: “Fue mi maestro durante mi residencia. Murió hace dos años.” Me escribió exactamente en su receta cómo se escribía el nombre: Klaus Hasenclever. Ahí noté otra peculiaridad del doctor Abelenda: tiene letra clara, se entiende. Me dijo que él sabía que hay pacientes que se quejan de que los médicos clínicos ya no revisan, pero que él no conocía medicos así. “De hecho, en nuestra residencia hacían mucho hincapié en la revisación del paciente”.
Después de revisarme me recetó estudios y me recomendó dos novelas de escritores chaqueños. Yo le recomendé El desamparo, de Gustavo Ferreyra. Le dije que era una novela extraordinaria en la que uno de los protagonistas estudia medicina con un médico que les hace comer a sus alumnos carne humana.
“Muy bueno”, me dijo.