El dilema del delfín no figuraba en la agenda de Néstor Kirchner cuando asumió la presidencia. Ni en la de su entonces vice, Daniel Scioli, quien por una elemental lógica podía ambicionar ese privilegio. Ni se les ocurría ese cálculo: habían sido beneficiados por una mágica maniobra de Eduardo Duhalde, recibieron la encomienda del Gobierno, un obsequio inesperado. En poco tiempo, el drama sucesorio comenzó a dominar, especialmente en el sureño por la facilidad de su llegada a la Casa Rosada y, mucho más, por la comodidad del ejercicio de su tarea en esos cuatro años, al revés de lo que le ha tocado vivir a su esposa en dos nerviosos mandatos. Pocas veces la gestión le quitó el sueño (tal vez se asustó con la tragedia de Cromañón o tuvo sobresaltos con la negociación de la deuda), solía discurrir de política y medios, disponía del tiempo como un monarca de la caza. Creyó que había nacido para esa función casi divina, al menos en la perpetuidad del apellido. De ahí la posterior aparición del dilema del delfín, del nobiliario dedazo, atribución real que en Francia podó la revolución, más interesada en vetar esa gracia imperial que en igualar en derechos a las mujeres o a los judíos, o en prohibir la esclavitud.
Gracias a esa bendición de números económicos que lo encubrieron en un sosiego inédito (recordar que Roberto Lavagna debe ser el único ministro de la historia que se retiró sin que se lo cuestionara, y de sus sucesores ni se recuerdan sus apellidos), Néstor alumbró su herencia política como si fuera personal, un delfín como un soberano del siglo XVI. Y lo hizo: designó a su Delfina (no fue la primera en las historias de la Corona, hubo una impertinente en Francia, Juana de Borbón, esposa del Carlos V galo, por 1350). Se resignó Scioli, al que la pareja pretendió abdicar de la vicepresidencia sin demasiados escrúpulos. También Alberto Fernández, el único que ingresaba a los aposentos y era capaz de justificar la decisión como la más democrática de todos los mandatarios por no sucederse a sí mismo. Casi una burla que en esa época refrendaba el Grupo Clarín, debido a que no se habían desarrollado todavía las usinas estatales de propaganda. Tal vez imaginaba Fernández que el nominado podía ser él, finalmente los Kirchner carecían de amigos, Zannini y De Vido no daban la estatura y las tertulias de Olivos sólo albergaban al matrimonio de los Pampuro y al de los Icazuriaga, discretos escuchas, nulos disidentes. Igual se conformó el entonces jefe de Gabinete: creía que podía influir más en Cristina que en Néstor. No fue así: lo impidió El, y Ella en el inicio chocó con la valija de Antonini Wilson y el capricho de la guerra con el campo, tropiezos que alejaron al dilecto colaborador.
Tras la muerte de Kirchner, emergieron para acompañar a CFK espontáneos del interior, personajes como el tucumano Alperovich –que vino con su familia para la presunta jura– o el chaqueño Capitanich, que aterrizó en Olivos el día anterior con traje azul para anticiparse a la nominación y lo despidieron con una misión minúscula. Menos iluminación grotesca padecieron otros aspirantes, de Zannini a Gioja. Nadie parecería conocer el pensamiento de la reina y, quizás, quienes lo conocían no podían creerlo. Igual ocurrió cuando Ella fue elegida, aunque otro era el poder.
Esa cultura de la realeza se transmitió del caballero a la dama, de ahí la insistencia por buscar un delfín, un Amado Boudou que inicialmente fue protegido por Néstor y luego ungido por Cristina. Comprensible: cumplió las mismas funciones gratificantes que Sergio Massa en la Anses y, cuando se complicaron las cuentas, aconsejó la obviedad peronista de empoderarse de la caja de jubilaciones. Hasta ese momento, como antes de la expropiación de YPF, esa vida le parecía a la pareja el mejor de los mundos. Ahora descubrían a otro, siempre para mejor. Y encajó Boudou, más con El que en la órbita de Ella; lo trataba como a un presentable hermanito menor que realiza lo que él no pudo: de Ciccone a los viajes en Harley, de músico descarado a ministro con campera sin parecer Ubaldini. Si hasta se preocupaba por sus resfríos. Pero el bien Amado se desmoronó con las causas, agredió, impuso, creyó ser el personaje de la realeza que no era, dejó finalmente de ser el delfín aunque mantiene el carácter de protegido favorito por el rumoreo de que guarda un preciado secreto. Si hasta le pide al paciente juez indagatorias públicas, televisadas, cuando no se arriesga siquiera a una conferencia de prensa con los periodistas que lo investigaron y desdice a la misma Presidenta (quien pidió la renuncia de Oscar Camilión cuando iban a procesar al ministro en el menemismo) al jurar que no se irá de su cargo cualquiera sea el fallo del magistrado Lijo.
Se convierte en una carga inútil si el avión llega a perder altura, justo en la semana más expectante por la decisión de la Corte Suprema norteamericana sobre el litigio de los holdouts. Ese barullo puede encandilar a Scioli, capaz de ofrecerse como el delfín no querido pero necesario. La etiqueta de la Corte, el protocolo, garantiza que esa mimetización zoológica no es aceptada. Al contrario, impiden cualquier ingreso irregular al acuario oficial, lo dijo Ella y hasta premió con un cargo a quien despreció al gobernador bonaerense por no asimilarlo a una competencia filosófica.
Pero hay otra variedad de delfines en la Corte, más parecidos a los verdaderos cetáceos. Efímeros como el reincidente Capitanich, comodines tipo Randazzo, Urribarri, Domínguez, ahora Galuccio o Kicillof, según el clima. Cualquiera en todo caso, si es que sirven para salvar a un ser humano en el océano, como asegura la mitología popular. Sea hombre o mujer de la política. Ya no los determina la Voz, aunque se acepte que las encuestas pueden ser la Voz. Pueden agregarse nombres a la colección, interesante sería saber cuáles son sus atributos o su tipología, como los verdaderos y bellos delfines que nutren el mundo acuático. Porque hay sopladores, pilotos, de dientes rugosos, hasta de río. Difíciles de apreciar y distinguir, eso sí, cuando el vulgo sólo conoce al manchado.