En la (desafortunadamente) no tan remota década de los años 70, el nombre de las herramientas de destrucción era tan familiar que pasaba a ser sinónimo de personajes. En el gremio de prensa, lo recuerdo como si fuera hoy, había uno al que llamaban Carlitos Itaca. Lo de “Itaca” era una argentinización del nombre de la escopeta de repetición Ithaca, definida “un arma robusta, de gran potencia de fuego, fácil operación y funcionamiento confiable” Al tal Carlitos lo llamaban así incluso militantes que no les hacían asco a los “ajusticiamientos”, porque el tipo manifestaba a voz en cuello su intensa simpatía por esa manera de “hacer política”
Por aquellos años, en los fragores de incidentes de violencia explícita en las filas del peronismo, proliferaba el uso de cadenas, duras y puras. Collares de pesados anillos eran blandidos por forajidos que de esa manera se manejaban tanto en elecciones estudiantiles como en conflictos sindicales. Recuerdo a más de uno al que se llamaba, con cómplice admiración, “cadenucci”, por su ostensible inclinación a romper cabezas o quebrar brazos revoleando dichas cadenas.
La cadena es, en sí misma, una palabra victimaria. No se zafa de ella. Dice lo que quiere decir: sucesión de eslabones sin autonomía. Símbolo universal de la falta de libertad, la cadena es un vocablo emborrachado de significados negativos. Que en 2014 se siga usando ese término para denominar a la obligatoriedad de todos los medios audiovisuales de transmitir un acto del Gobierno patentiza la paupérrima calidad de la indigente democracia argentina. Pese a la mentirosa pretensión de que la “cadena” de radio y TV es integrada por emisoras “participantes”, la verdad es que en el 31º año del estado de derecho las emisoras de radio y TV tienen que “encadenarse” al Gobierno sin chistar, cada vez que así lo dispone la Casa Rosada.
En eso pensaba la tarde del martes 6 cuando en Radio Mitre me dijeron que era probable que “·hubiese cadena” a las 19, la hora en que comienza mi programa Esto que pasa. La orden era y es siempre terminante: “El día 4 del corriente, a partir de las 19.00 horas, todos los Servicios de Comunicación Audiovisual del país y las señales nacionales inscriptas como de género Periodísticas y/o de Noticias deberán integrar la CADENA NACIONAL (mayúscula en la versión original), para difundir el mensaje de la Sra. Presidenta de la Nación, Dra. Cristina Fernández de Kirchner. Cabe destacar que la difusión es obligatoria en los términos del artículo 75 de la Ley Nº 26.522”. Tras la orden estatal, la puntillosa advertencia: “Se recuerda que en el caso de televisión, la transmisión de la cadena nacional ‘deberá ser realizada en forma íntegra, sin alteraciones, cortes, sobreimpresos u otros agregados’, conforme a lo dispuesto en el artículo 75 de la reglamentación de la Ley, aprobada por Decreto Nº 1225/10”.
Dicho y hecho. Nunca dicen cuándo empiezan, de modo que los medios tienen que contener el aliento hasta que llega Cristina y todo debe paralizarse, cuando la encendida locutora oficial Natalia Paratore anuncia a la presidenta “de los 40 millones de argentinos y argentinas”, cargando fuertemente el acento en las consonantes. Habló sin parar durante casi 45 minutos. Mencionó a Débora, a Antonio, a Axel, a Mauri, a Parrilli (sólo apellido). Divagó, defendió, se entusiasmó, despotricó, castigó (cuando no apareció el cartelón de Pravda/12 se puso nerviosa) y finalmente anunció lo que no necesita tamaña parafernalia mussoliniana para ser ejecutado.
Los ajustes en los montos jubilatorios son rutinarios y se hacen conforme con la ley. ¿Por qué en esta aldeana y primitiva Argentina el mero hecho de cumplimentar un trámite formal amerita tamaño encadenamiento? Expresión de un autoritarismo visceral, la cadena de radio y TV proclama dos certezas: a) la inyectan a la fuerza para que nadie se escape, b) creen que así el “mensaje” llega a su destinatario. Vana pretensión. Centenares de miles de telehogares se fueron de la cadena ese martes a las 1915, cuando comenzó la perorata gesticulante de Cristina Kirchner. Lo más crispante, empero, es que ella presume que “su” cadena es la respuesta a otras, las que llama del “desánimo”, afirmación de pedestre falsedad, sobre todo porque nada hay menos libre y voluntario que padecer una cadena, se quiera o no.
El gen totalitario es inconfundible y proviene, directamente, de la experiencia de Juan Perón en los años 50. Pero, en todo caso, en aquel peronismo Perón y Eva hablaban desde el balcón a una plaza repleta de gente. Este peronismo del siglo XXI, jibarizado y módico, admite que la jefa hable adentro, desde adentro y para adentro. El balcón de aquellos años ha sido reemplazado por la galería desde la que la Presidenta adoctrina a los 400 acarreados autodenominados “pibes para la liberación”, que la miran desde abajo, idolatrando a quien les habla desde arriba.
El procedimiento es astuto, pero muy evidente. Cadena aplicada con enema para radio y TV, y performance en la Casa Rosada. Las cámaras de la Corte y la coreografía de Javier Grossman ofrecen un hecho performático, como si se tratara de un acontecimiento masivo e histórico. La TV sabe ser muy mentirosa cuando quiere, y puede hacerlo. El resultado de este cristinismo performático es lo que se ve, un macizo simulacro, un “como si”. Ellos creen en la potencia de estas puestas en escena. Pero más que resabios autoritarios son la confesión de un profundo arcaísmo, la admisión de una antigüedad esencial