Dice Raffaello Causa –y el que sabe sabe, aunque su apellido resulte gracioso en estos tiempos de nihilismo y escándalo–, que de los pintores españoles del siglo XVII se conoce poco y nada, comparados, por ejemplo, con el caudal de información que tenemos de los italianos, empezando por la exaltaciones biográficas que nos proporciona Vasari. El caso es que entre los maestros del Siglo de Oro español, junamos menos la vida de Francisco de Zurbarán que las del resto de la escuadra aurea (Velázquez, Ribera, Alonso Cano, Murillo). Hay un contraste involuntario, pero que resulta ejemplar, entre la duración de una obra, su brillo transformador de la percepción de las generaciones que las observan, y la desaparición del sujeto que la ejecuta, o, mejor dicho, su reducción a un apellido que en el peor de los casos se convierte en marca.
Pero lo curioso en el caso de Zurbarán es que, además de haber terminado como nombre de una galería de arte porteño, se inició tal vez como firma no firmada de la voluntad de imposición humana y certeza sobrenatural de la Iglesia Católica: su mejor artífice. La pintura como un acto de fe, como documentación circunstancial de aventuras celestiales, de historias edificantes, de vicisitudes extrahumanas nacidas del éxtasis o la mortificación de la carne (que para más de uno/a/e/x tienden a ser lo mismo). Eso fue Zurbarán, eso hizo para las órdenes monacales: ciclos de telas, retablos, decoraciones en serie para sacristías, refectorios y enteros edificios monásticos. Una Iglesia que ya había formado parte de la expulsión de los musulmanes y triunfaba de nuevo en el cielo de su Contrarreforma, decidiendo que Lutero llevaba los cuernitos del diablo.
Y ¿qué hizo Zurbarán con ese asunto, con esos temas? Fue de la Iglesia hasta reventar. La iconografía tradicional fue su ley y el decoro su límite. Nada que permitiera una interpretación equívoca. Rezos, muertes ejemplares, La Virgen y el Niño sacándose los corazones para que estos envíen sus rayos iluminadores a los santos. Es que Zurbarán es luz, una luz, una clase de luz aplicada. Pero quien pueda hablar de ella tendrá su lugar, porque nada sé yo de pintura y aprecio lo que emociona a simple vista, pero prefiero entregarme a las suaves peripecias de la biografía.
Después, ocurre lo de siempre: en su momento de mayor gloria, cuando Zurbarán puede ponerse en puntas de pie y otear los panoramas y decir “no aquí ni allá veo otro pintor que pueda comparárseme”, justo entonces aparece un buey corneta: Velázquez. Y la pintura de Velázquez pone, sin buscarlo, los límites a la suya, por su libertad y sus nuevos códigos denuncia, por así decirlo, el rasgo transicional de Zurbarán: su sensibilidad moderna constreñida por temas y convenciones antiguas. La Iglesia, que venció a los moros, es vencida a su vez por la burguesía, que prefiere sus propios retratos a las figuraciones de Cristo.