Cuando estoy en Buenos Aires durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo –como es el caso en este fin de 2013– confieso que me resulta penoso leer nuestros diarios y, en general, consumir la oferta informativa disponible. Es cierto que la actualidad suele adoptar, en las últimas semanas del año, un ritmo más lento, salvo cuando algún dios (que debería ser Mercurio) decide provocar una inesperada catástrofe (natural o no) que genera noticiabilidad. Este año los diarios tuvieron por suerte la ola de calor; sin los consejos, repetidos una y otra vez, acerca de lo que no hay que hacer, lo que conviene comer, y lo que es mejor no beber, no sé cómo hubieran llenado sus páginas. Perdón, la absolución de todos los procesados por las coimas del Senado también ayudó. Sea como fuere, con nuestra Presidenta desaparecida y una insólita multiplicación de feriados, manejar el vacío informativo de este fin de año ha sido sin duda más difícil que en otras ocasiones.
Dónde pasan las fiestas los famosos; las diez mejores fotos de no sé qué; el último tatuaje de Icardi; la última sonrisa del papa Francisco (o de Messi, da igual): cuando todos estos comentarios se acumulan en un paquete discursivo que termina siendo insoportable, se puede recurrir a una solución bastante simple: leer la prensa extranjera. En semejante contexto, es como hacer ejercicios de yoga; se recupera rápidamente una mínima lucidez mental. A pesar de lo que parecen creer nuestros medios informativos, el resto del mundo existe. Me permito entonces compartir con mis lectores dos notas publicadas en el New York Times del 24 de diciembre.
La primera tiene que ver con un acuerdo, anunciado hace pocos días, entre Smashwords, un gran editor independiente, y la biblioteca digital Scribd de San Francisco, por el cual el primero pondrá a disposición de la segunda 250.000 libros. Muchos de los libros de Smashwords están ya en Oyster, otra biblioteca digital con sede en Nueva York. Los libros de esas bibliotecas digitales son accesibles a quienes se suscriben, por una suma de 10 dólares mensuales: el suscriptor puede leer cuantos libros quiera, sin límites. Y el seguimiento de sus operaciones de lectura en Internet permite ir construyendo estadísticas sobre la lectura: qué porcentaje de lectores de qué tipo de libro leyeron todo el libro, o abandonaron tras haber leído el 10%, el 20%, etc. Cuando un libro está fragmentado en capítulos cortos, aumenta un 25% la probabilidad de que sea leído hasta el final. Podemos fácilmente imaginar la diversidad y el volumen de información que se puede ir acumulando de esta manera, información valiosa para autores y editores de diferentes tipos de libros. Etcétera. El suscriptor es advertido que está dando su acuerdo “a la colección, transferencia, tratamiento, almacenamiento, divulgación y otros usos de su información”. Apenas un ejemplo más del proceso por el cual los intereses comerciales están concentrando todos sus esfuerzos en transformar a la Red en una gigantesca fuente de datos de marketing. No caben dudas acerca de la urgente necesidad de regular esos procedimientos y de ponerles límites. Problema serio, que exige conciencia política global y acuerdos internacionales.
Mi segunda noticia. El matemático Alan Turing –casualmente uno de los nombres claves de la historia científica que culminó en Internet– acaba de recibir, a casi 60 años de su muerte, las excusas formales de la reina Elizabeth II, en razón de haber sido condenado por su homosexualidad. Turing, figura clave en el nacimiento de la informática y la teoría de la computación, tuvo un rol central en el desarrollo de los algoritmos que permitieron descifrar el famoso Código Enigma, usado por los alemanes durante la segunda guerra mundial. El secretario de Justicia británico declaró que Turing “merece ser recordado y reconocido por su fantástica contribución al esfuerzo de guerra y por su legado científico”, y el ministro Cameron subrayó que se lo cita frecuentemente como “el padre de la computación moderna”. Detalle: el año pasado, Cameron se había negado a formalizar este acto de perdón; sólo tras una movilización de muchos miles de firmas (… en Internet), entre ellas las de científicos como Stephen Hawking, el gobierno británico se decidió a dar el paso. Turing fue condenado por cargos de “indecencia extrema” en 1952; la homosexualidad era por aquel entonces un delito criminal en Gran Bretaña. Murió en 1954, a los 41 años de edad, tras comer una manzana a la que, al parecer, se le había inyectado cianuro. Según la versión oficial, se trató de un suicidio.
Me disculpo si he distraído indebidamente a mis lectores, interrumpiendo alguna profunda reflexión sobre la ola de calor.
*Profesor emérito Universidad de San Andrés.