Pocos días antes de un viaje recibo de un amigo lejano su novela última: El pasadizo, de Blas
Matamoro (“escrita en 1984, versión de 2005”, publicada en 2007 por el sello del Taller
de Mario Muchnik en Madrid, ISBN 978-84-95303-72-8). La incluyo en mi equipaje de mano y la leo
durante los primeros días de mi derrotero.
La novela está narrada por un legionario de Roma que, luego de la consagración del pequeño
fascista Octavio como Imperator, vuelve sobre sus pasos para dejar testimonio. La solapa aclara que
“El pasadizo es una novela cuyas acciones simulan situarse en Roma y en España, durante el
siglo primero antes de Cristo”, y agrega los hitos cruciales de ese período: la rebelión
espartaquista, la dictadura de Sila, la matanza de los partidarios de Mario en el Campo de Marte,
la conjuración de Catilina contra la República, la Guerra de las Galias. Durante ese tiempo, y
atravesada por esos acontecimientos, sucede la vida del narrador, que cuenta su infancia, sus
amores (su amor), su carrera profesional, su fuga hacia Hispania, su admiración por César, su
impulso romanizador (civilizatorio).
No puedo evitar comparar la novela de Matamoro (pienso que lo mismo debe sucederle a
cualquier lector, y por eso el autor se ha obligado a puntualizar los años de escritura: 1984/
2005) con Roma, la perezosa y un poco abominable superproducción televisiva de HBO, en la que
tantas vanas expectativas yo había puesto.
La novela de Matamoro es, a la vez, más fiel a la historia y más fantasiosa. La explicación
es sencilla y sirve como elogio milenarista de la imaginación libresca, que sigue siendo más sutil
que la imaginación audiovisual que constituyó la lacra del siglo pasado y por la que hoy,
afortunadamente, ya nadie daría dos centavos.
Contando aproximadamente lo mismo que Roma y con una perspectiva muy parecida, la erudita
imaginación de Matamoro nos devuelve un mundo perdido, mientras que la producción de HBO naufraga
en el vómito de los estereotipos y la siniestra moral sexual de lo televisivo.
Alquilé la primera temporada de Roma y me obligué incluso a ver los documentales añadidos al
DVD, con el testimonio de los historiadores que fungieron de asesores sobre romanidad. No entendí
cómo se atrevían a dar la cara para justificar el cambalache que los guionistas habían urdido. La
segunda temporada, que bajé directamente de Internet, ya desbarrancaba hacia el formato teleteatro
del mediodía sin la menor concesión a la verosimilitud histórica o a la presentación materialista
de los procesos que narra. La historia del Imperio Romano se explica exclusivamente por la
rivalidad de unas mujeres fuera de sí (matronas unas, plebeyas y esclavas otras).
El César maquillado y manicurado de Matamoro es mucho más grandioso y más rico en pliegues
que el perfil amonedado de HBO, y el narrador de El pasadizo, que podría ser uno de los
protagonistas de Roma, es sin embargo más sabio porque no presupone las anacrónicas
interpretaciones del siglo XIX sobre el final de la República: sabe más, porque no sabe sino lo que
su época le permite saber, y sabe más, porque sabe todo lo que su época le permite saber:
“Hemos inventado la palabra sexo, que los griegos no conocieron. Ellos tuvieron la palabra
hexis, con la cual designaban el estado físico y moral del hombre, algo así como su
temperamento… Los romanos inventamos el sexo como una palabra cortante. Como un
cuchillo”.
Roma dice que el mundo siempre fue y será una porquería. El pasadizo, más noble, más sutil,
sólo afirma que el mundo no fue siempre como hoy se nos aparece. Es decir: que puede ser distinto.