José Antonio Emmanuel escribió en 1931 en España La anarquía explicada a los niños. El prólogo comienza: “Este folleto está escrito para contestar a las preguntas que nos han formulado varios camaradas. ¿Cómo educaré a mis hijos? Pregunta que ya esperábamos y a la que respondemos ateniéndonos a los dictados de la Razón y de la Ciencia”.
Estéril es explicar que por aquellos años, como por éstos, existían también otros dictados: los del militarismo y el clericalismo, con sus potestades terroríficas. “La anarquía destruye las religiones porque son absolutistas, despóticas, crueles y sanguinarias. Y contra ellas quiere preservaros, queridos niños, para que os rebeléis al temor de ser condenados, al miedo de ser castigados, al placer de ser premiados”.
Los discursos han cambiado un poco pero las cosas no. Es posible que el libro resulte de difícil lectura para los queridos niños a los que va dirigido. Intento leérselo a mi hijo en esta reedición inspirada, poética, ilustrada por Fábrica de Estampas en este mal albor del tercer milenio y tal vez la retórica de esta arenga –justa e indiscutible– no entre en la cabeza de un niño tan chiquito. Esperaré otro momento. Los valores de este decálogo heredero de Ferrer y Pestalozzi son también los míos: “Apoya, Ayuda, Copia lo bello, Labora, Estudia, Ama, Protege, Cultiva, No tengas esclavos, Trabaja” y a vuelo de pájaro se hace evidente que no hay hombre de bien que pueda sino adherir a la anarquía.
Sin embargo, la historia del mundo está superpoblada de otros signos. Una serie de pequeñas noticias nos ha sacudido esta semana. Unos policías detienen a dos estudiantes porque llevan un pin del Partido Comunista y les sugieren que si no quieren que les pasen estas cosas no salgan con esos símbolos a la calle. No les dicen: “No abracen la causa comunista, niños” sino que sólo se concentran en la visibilidad del pin. ¿Qué efecto esperan detrás de este acto represivo? ¿Un cambio ideológico en el portador del distintivo? ¿O un cambio de inteligencia adolescente que lleve a la práctica comunista –sea cual fuere– de regreso a las catacumbas de lo prohibido? ¿Vería con mejores ojos este policía analfabeto que los niños que supuestamente debe proteger portasen una crucecita, un elemento de tortura con mejor agencia de prensa?
En desafortunada simultaneidad, el rector del Colegio Manuel Dorrego, de Morón, sancionó a dos chicas que iban de la mano por el patio. “Yo tengo amigos homosexuales”, les dijo, “pero no los dejo que se besen delante de mi hijo”. Según sus compañeros, las chicas no se estaban besando, pero de todos modos la lección del instructor está bastante clara: ustedes, como mis amigos, pueden besarse cuando sean invisibles, pero no delante de la polis, de la ciudad, del decálogo de hipocresías que militar y clericalmente hemos armado para esta educación que les ha tocado en suerte. Desde el Nacional Manuel Belgrano, de Merlo, donde me eduqué, veíamos al Dorrego con envidia y con recelo: era la versión ligeramente más civilizada, más integrada, el modelo de educación pública en el lejano oeste. Pero la noticia no termina allí, y vuelve a darle al Dorrego aquel poder mítico: fueron los propios alumnos, en anárquica e intuitiva comprensión del mundo, quienes le plantaron cara al extraviado rector. “Usted debería estar amando a alguien”, le espetaron en alguna pancarta. Es que es el rector quien tiene el problema y el camino que pretende enseñar, camino hacia la invisibilidad, es su propio camino de triste marioneta cabizbaja.
Prefiero no extenderme en el caso de la monja japonesa que entregaba niños sordomudos a los curas pedófilos; ése es directa y visiblemente un caso criminal y ya será juzgado como tal. Pero es preocupante el tiempo que deberá pasar aún para que se declare que las prácticas del clericalismo, con su juego de leyes tramposas, contradictorias e hipócritas, son las de una secta de maníacos y trastornados.
Insistiré con el libro y con mis hijos. Si el problema es la retórica enrevesada, intentaré explicarlo con Pokémons. En la primera página del libro reeditado brillan las palabras de Eliseo Reclus: “Débiles y pequeños, los niños son, por eso mismo, sagrados”.