La separación del juez Bonadio de la causa Hotesur, y las acciones que amenazan ahora con una posible virtual intervención que podría llevar a la causa a fojas cero, han vuelto a poner en un primer plano las problemáticas relaciones del Gobierno con la Justicia. A principios de año el caso Nisman conmovió al país hasta el punto en que se temía que pudiese cambiar dramáticamente el clima político en un año electoral –aunque el caso sigue sin resolverse–. Pero ese efecto “climático” se disolvió en poco tiempo y las cosas volvieron a su ruta prevista. Ahora se vuelve a la intranquilidad, y con pronóstico incierto. La manera en que el Gobierno precipita las decisiones con vistas a despejar la escena judicial, visiblemente inquieto por el implacable paso de los días, mueve a algunos dirigentes políticos a intentar instalar el tema de la Justicia en paralelo a la agenda electoral. Si eso sucediera, va a ser difícil que los candidatos con mayores posibilidades de disputar la presidencia puedan eludir ese frente.
Ahí parece residir la mayor disyuntiva del gobierno nacional: o bien dejar que las causas judiciales sigan su camino, habitualmente lento y a menudo complejo, ocupándose de su gestión, o bien apurar los tiempos y jugar todas sus cartas para detener causas incómodas, dando una pelea política que no puede resultarle provechosa electoralmente. Esto es lo que parece estar haciendo.
El proceso electoral sigue su curso. En el momento de publicarse estas líneas la Ciudad de Buenos Aires está votando –y no se esperan sorpresas que puedan afectar el triunfo del PRO–. Tres semanas después tendrán lugar las PASO nacionales, donde ya pocas incertidumbres están en juego; la mayor de ellas es el caudal que obtendrá De la Sota en la interna del Frente que integra con Massa. Después, hasta el 25 de octubre, unas pocas provincias pasarán por instancias electorales locales.
En el plano nacional, la tendencia predominante es que Scioli va consolidándose en un escenario crecientemente polarizado. Los pasos de Scioli durante las últimas semanas culminaron en la megacena de recaudación de fondos que lo mostró en su salsa, rodeado de referentes de los más diversos sectores sociales –incluyendo a no pocos “famosos”–, marcando un clima y un tono netamente “sciolista”. Hasta el candidato a vicepresidente Zannini se acopló a ese clima, con un discurso militante pero moderado, humanizado y muy en sintonía con el estilo del candidato. Un clima adecuado para poner en valor la marca “Scioli”, clave en el capital de votos que el candidato ha podido acumular en su carrera hacia la presidencia.
El panorama electoral del oficialismo presenta todavía una incógnita abierta: la candidatura a gobernador de Buenos Aires. Allí, los aspirantes a la vicegobernación son los referentes de las alianzas que acompañan a los dos candidatos en pugna: Espinoza encarna a los intendentes del Conurbano, la política local; Sabbatella encarna al kirchnerismo duro no peronista, resistido por los líderes territoriales. Las dos variantes, en verdad dos caras del kirchnerismo, se expondrán al voto ciudadano en un proceso que insufla al oficialismo una cuota de transparencia interesante, ajena a las prácticas verticalistas. Todavía está por verse cuál es la capacidad de quien resulte ganador para traccionar votos en la elección de octubre.
En la Ciudad de Buenos Aires, si el conteo de votos ratifica el triunfo de Rodríguez Larreta como se prevé, esta elección dejará instalado un mapa político en el que el peronismo, o el kirchnerismo, quedan relegados. Una larga historia desde aquel 1993 en el que Menem, con Erman González, pudo alzarse con el distrito, o aquellos años de fines de los 90 en los que Daniel Scioli podía aspirar con buena razones a disputar la Jefatura de Gobierno. Y quedará en la Ciudad un nuevo dirigente en el tablero, Martín Lousteau, quien ahora parece haber encontrado su lugar en la política nacional. Algo que podría prefigurar un horizonte político distinto en el país.
División. En el resto del territorio nacional se va ratificando la confirmación de quienes están en el Gobierno –con la excepción, hasta ahora, de Mendoza–. No es buena noticia para Cambiemos (el nombre de la alianza del PRO y sus aliados, que poca gente alcanza a identificar), que ya de por sí no las tiene todas a favor, por problemas que parecen residir en el enfoque con los que enfrenta los tramos finales de las elecciones. No es fácil entender esa baja capacidad para retener votos a la hora de la verdad, en provincias donde las tendencias parecían favorables, como fueron Córdoba o La Rioja o Santa Fe –donde sólo le faltaban “diez para el peso”–. En esa perspectiva es crítica la situación en Buenos Aires, un distrito clave en el que la candidatura de Macri juega muchas de sus chances nacionales y donde la campaña de la principal fuerza opositora hasta ahora no deslumbra por su vigor.
Los dos candidatos con más votos muestran un estilo político “despolitizado”. Eso les depara críticas y enojos de muchos, pero lo cierto es que entre ambos ya reúnen más del 70% de todos los votos y el electorado parece sentirse cómodo. Es un estilo que no ensalza la confrontación y que acerca a los políticos a la vida cotidiana. La política por esa vía se torna más mundana, se acerca a las personas comunes, las que han perdido la conexión con las ideas y han dejado de apasionarse por las grandes gestas políticas. Si eso es un empobrecimiento o un enriquecimiento de la calidad de la representación democrática está abierto a los debates académicos e intelectuales.
Ni la mística del poder que propone el kirchnerismo duro, ni la redefinición de la división de poderes acomodada a sus conveniencias que pregona el Gobierno, ni la calidad institucional que anhelan muchos dirigentes opositores, ni la economía pujante y competitiva con alta calidad educativa que añoramos los intelectuales, seducen hoy a demasiada gente. Se diría que la sociedad está pidiendo no mucho más que un país tranquilo con indicadores razonablemente buenos. Eso es lo que los candidatos le están proponiendo.