El otro día la Presidenta, antes de partir para los EE.UU., les decía a los del “Norte” que dejen de dar recetas cuando ni siquiera saben arreglar sus problemas en casa. Afirmaba estar orgullosa de ser doblemente del Sur, viene del sur del sur, a la vez que encomiaba nuestro modelo de acumulación, ahorro y desarrollo que “humildemente” construyó día a día con su esposo Néstor.
Finalmente, después de insistir en un recinto casi vacío de las Naciones Unidas en que los jerarcas del Primer Mundo no hacen más que comer lo mismo que segregaron y de bautizar la crisis nórdica de “efecto jazz” (mal elegida la ironía, es un efecto ketchup), confiesa no desearle mal a nadie. Doble mensaje, doble sentido y no sólo doble sur.
Lejos de querer anotarme en la monótona lista de los que critican al oficialismo, no deja, sin embargo, de llamarme la atención el desastre comunicacional en el que se ve hundido este Gobierno.
Aníbal Fernández embanderado como comunicador en jefe, luego de denunciar a troskistas pirómanos y asegurar que tiene las fotos que lo prueban, está excitado gritando que Antonini es un mequetrefe a sueldo, esta vez de otros. Al menos su desconcierto es sincero y evidente.
La Presidenta tiene un estilo diferente. No consigue adherirse a lo que dice. Su comunicación, además de su origen geográfico, es doble. Nos dice una cosa y piensa otra, de acuerdo con el vaivén de su gesto.
Doble gesto. Le entrega a Bush un voto a favor de la captura de los criminales iraníes; a nosotros nos ofrece derechos humanos y Malvinas.
Todos tenemos una relación con lo que decimos. Podemos decir lo que sentimos o pensamos o, también, usar el lenguaje como instrumento –es usual en la vida social y más aún en la vida política–, pero también para escamotear algo. Las palabras como un arte de la simulación (R. Terragno escribió un libro al respecto).
De ahí que la comunicación presidencial me hace pensar en un rasgo característico de nuestro lenguaje. Hay una cuestión que atañe a nuestra idiosincracia y a nuestro estilo tradicional de ser y hablar, aquello que Borges llamó el idioma de los argentinos.
El otro día, una amiga que vive en Barcelona, que anda noviando con un catalán, me dijo que la pasaba bien, el problema era que la relación llegaba a un límite debido a una diferencia cultural. Le pedí que fuera más clara: “No entiende el doble sentido”, me dijo.
Es cierto, a los porteños nos pasa con frecuencia. Todo el mundo parece ingenuo menos nosotros. Hasta los napolitanos, los que más se nos parecen, no nos siguen en las “cachadas”. ¿Por qué será que todos los otros pueblos nos parezcan tan naif, hasta infantiles?
Esta duplicidad es porteña. Los cordobeses son distintos, tienen sus dichos, esos que conforman el muestrario del humor de alguien como Luis Juez. Son imágenes comparativas de alta complejidad.
Diré algunas: está tan flaco como caballo de ajedrez (come salteado). Pobre hombre, parece carpintero del oeste (vive haciendo diligencias). Este tipo es una cigüeña (viene cuando quiere y te trae lo que se le da la gana). Parece papel mojado (no se entiende lo que dice). Viene con lápiz de carpintero (tiene una mina gorda). Hay otros cientos en boca del ex intendente.
Tenía un amigo francés que cada vez que me contaba un chiste me dejaba perplejo. Yo no entendía de qué se reía y qué le veía de gracioso a su propia ocurrencia. Eran chistes de sentido único.
¿En qué consiste este arte tan nuestro del sentido doble?
Acudamos a las palabras de los expertos de una disciplina especializada. Se ocupa de estos temas la sociología de las costumbres. Pero es una disciplina peligrosa. Estos cientistas sociales retuercen su cerebro y vuelcan un léxico insoportable para llegar a decir lo que cualquiera ya sabe. Un estofado con mucha salsa y poca carne.
Ezequiel Martínez Estrada que no era un sociólogo –se salvó de este karma universitario, fue un pensador y un fino observador– habla en uno de sus libros del guarango.
La guaranguería es un derivado del doble sentido. Son formas de gozarlo al prójimo ostentando un poder. Un sociólogo, Julio Mafud, escribió hace años un libro sobre la viveza criolla. La justificaba como un mecanismo de defensa del criollo frente al inmigrante. La superioridad del europeo en materia de laboriosidad, disciplina y adaptación al mundo moderno, además del desprecio del nativo por no estar a su altura, era combatida con un arma llamada viveza que “desde abajo” lo cachaba, lo daba vuelta, lo ponía en ridículo.
La segunda generación, los hijos de los inmigrantes, se adaptaron y pasaron por la faz de “apiolamiento”, palabra introducida, según Mafud, por Scalabrini Ortiz.
Los discursos de la Presidenta fueron una piolada. El piola sabe que hace trampa, que lo que dice es para engañar a la gilada y hacerle un guiño a los muchachos. Cuando dice “humilde”, cancherea; cuando dice que dejen de lamentarse los verdugos financieros y los receteadores neoliberales, chicanea.
El doble sentido permite agarrarlo a otro por detrás. Sabemos que el porteño, desde los tiempos coloniales, es muy sensible a este tipo de sorpresa. Es una pirueta verbal que nos consuela. Un traspié tras otro sólo nos permite hacer bromas de perdedor. Porque la verdad es que si hacemos una agenda con los últimos resultados, no le hemos ganado a nadie, perdimos con casi todos. Perdimos con los militares, con los radicales, con los peronistas, con los de afuera y con los de adentro. Nadie nos presta un peso, nos comimos nuestras riquezas, creamos miseria, nos matamos entre nosotros, vivimos de dos ilusiones hace rato enterradas y bien distribuidas entre Perón y Roca, todavía le echamos la culpa de nuestros malestares a los ingleses, ahora demonizamos el mundo por su biopolítica y la especulación inmobiliaria, queremos que se vayan todos los que nosotros mismos votamos más de una vez, debemos doscientos mil millones de dólares disponibles gracias a esa “timba” que hoy denostamos, los gastamos y no los devolvimos, nos gusta insultar a nuestros prestamistas mientras buscamos más dinero de nuevos financistas.
Por supuesto a los yanquis, históricamente, según la Presidenta, no les fue mejor. Ellos especulan, nosotros producimos. Viveza criolla disfrazada de falsa autoestima.
A pesar de haberme educado en el mundo de la gambeta, de la quebrada y del truco, creo que la picardía porteña también necesita revitalizarse. La chicana de la década del 50 ya no hace reír. La compadreada del 40, menos. La bravuconada del 70 está pinchada. La travesura del Testarossa ni hablar. Nos quedan el patoterismo, se lo ve con frecuencia –el otro día desplegó sus recursos con Felipe Solá–, y la ciclotimia pingüina con novecientos puntos de riesgo país.
Podemos mejorar.
*Filósofo.