El largo año que finalizó no pudo terminar de una forma más estresante: la mesa económica del Gobierno realizando una conferencia de prensa para dar la ¿buena? noticia que para 2018 se ampliaba el target de inflación del 10 a 15%, mientras el dólar pegaba un salto para acercarse a los 20 pesos, y estacionarse en los 19. La inflación del año ya se estimaba cerca del 24% considerando el estirón de diciembre. En el mismo mes el Presidente explicaba en una entrevista para la CNN que “si cumplimos el sendero de bajar el gasto público y el déficit fiscal, el país no va a estallar”, colocando el “estallido” como un escenario posible.
Por otra parte, 2018 arranca con una serie de incrementos en las tarifas de los servicios públicos, y combustibles, a la que se le suma el costo del transporte, que superaría hacia junio el 65%, con la incorporación de una modalidad de ahorro para quienes realicen varios viajes. Como no puede ser de otra forma, nuevos aumentos sacudirán el presupuesto familiar, especialmente a la clase media: colegios privados, prepagas, telefonía celular, televisión por cable, incluso Netflix, que está dolarizado. Finalmente, los analistas ya pronostican un 2018 con una inflación en torno al 20%, y al oído dicen que el dólar estará fuertemente rezagado. Eso profundizará el déficit de la balanza comercial (exportaciones-importaciones) y fomentará el turismo al exterior, que tuvo un gasto cercano a los 10 mil millones de dólares para el año que se resiste a retirarse.
Balanzas desbalanceadas. Según los datos proporcionados por el Indec en los 11 primeros meses del año pasado las exportaciones totalizaron 53.881 millones de dólares, mientras que las importaciones fueron 61.538. Lo curioso no son tanto las cifras absolutas que pueden deberse a coyunturas sino las relativas respecto de 2016. Las exportaciones solo aumentaron el 1,2% mientras que las importaciones lo hicieron el 19,9%. Más extraño es que las exportaciones de productos primarios (que habían prometido una revolución) bajaron un 6,2%.
Una argumentación corriente sobre el aumento de las importaciones es que el país estuvo cerrado durante los años kirchneristas, y que es necesario ponerse al día trayendo del exterior “los insumos que el país tanto necesita”.
Puede que sea cierto. Pero también es cierto, siguiendo la insospechable fuente oficial, que mientras los bienes de capital (maquinarias e insumos para producir) aumentaron con respecto al 2016 un 17,3%, los bienes de consumo alcanzaron el 17%. Otro argumento habitual, es que la importación de bienes de consumo finales es un elemento necesario para la lucha contra la inflación por incrementar la competencia. Podría ser cierto, pero no si son las propias empresas las que comienzan a importar los bienes que antes producían.
Falla a fondo. Es claro que el problema es más profundo que las circunstanciales estrategias económicas, que pueden mejorar o empeorar la situación en forma coyuntural (planes económicos ha habido decenas en los últimos cincuenta años). La formación económica argentina basada en los commodities agropecuarios está fallada y sin una revisión a fondo, los argentinos seguirán pasando sus vidas entre crisis y soluciones mágicas, entre proyectos populistas rampantes y restauraciones neoliberales fugaces. Existen problemas intrínsecos en la estructura económica argentina pero también una construcción cultural que se fue edificando en paralelo. Una de las cuestiones (si no la más importante) es el creciente “estatalismo” de la sociedad argentina, es decir, la dependencia de los actores sociales sobre las políticas públicas. Esta cuestión es fácil verla en las personas que tienen planes sociales (que son muchos, por cierto) o quienes tienen ingresos por trabajar allí, pero el fenómeno va mucho más allá.
El “estatalismo” es profundo y complejo cuando los principales agentes económicos funcionan en sintonía con las decisiones de los funcionarios, como cuando los productores agropecuarios retienen la cosecha a la espera de una devaluación o cuando una empresa “unicornio” accede a beneficios impositivos millonarios que no le corresponden. Esta cuestión tiene su génesis en la historia, desde el general Roca repartiendo la tierra que arrancaba a los indígenas entre sus oficiales hasta nuestros días, pasando por las grandes fortunas del país que se construyeron en la obra pública.
La pesificación asimétrica que dispuso Duhalde bajo presión en 2002 es clave para entender cómo el Estado se ha transformado en garante de las grandes empresas, con un alto costo para el resto de la sociedad. Paradójicamente, en un país con crisis sistémicas cada vez más fuertes y profundas, el Estado se volvió refugio y lugar de estabilidad, como no lo dudan los inversores internacionales que le prestan miles de millones de dólares en estos días buscando las tasas únicas que el país paga.
La contracara del “estatalismo” es la evasión impositiva. Amplios sectores de la economía argentina evitan registrar sus operaciones para no pagar los impuestos. Claro que no es solo un problema de las ferias informales: un estudio de la Tax Justice Network colocaba a la Argentina quinta en evasión impositiva en el mundo para el año 2016 por parte de empresas multinacionales. Se trataba de la friolera suma de US$ 21.406, un 4,4% del PBI. Si esas empresas pagaran lo correspondiente, el déficit fiscal prácticamente desaparecería. El problema va más allá de lo puramente económico, las explicaciones de “si tengo que pagar no puedo sobrevivir”, junto con “para qué voy a pagar, si se la roban toda” tornan al
Estado inviable, cuando toda forma de financiamiento que posee son los impuestos. Es verdad que la AFIP fue a lo largo de los años mejorando sus sistemas para que paguen sus impuestos los que pagan, sin embargo, la magnitud de la Argentina informal es tan grande que es imprescindible conectar la cuestión con la de un país posible.
Revisar la formación económica argentina, en un mundo globalizado, es una tarea enorme pero imprescindible. Dejar esa tarea al laissez faire es asumir un riesgo cada vez más peligroso.
*Sociólogo (@cfdeangelis).