Hay un viejo chiste en el que a alguien le preguntan si prefiere el coito o la masturbación. Contesta que lo primero, porque así se conoce gente. Es una buena metáfora para ilustrar la relación entre concurrir a un festival y quedarse en casa mirando películas en la computadora. No se trata tanto de la diferencia de placer entre la pantalla grande y el vicio solitario del cinéfilo, sino de una cuestión social: en un festival se conversa y las conversaciones hacen rodar las ideas. Eso es tan cierto para el cine como para los negocios o la ciencia. A pesar de internet y de la revolución en las comunicaciones, el mundo sigue latiendo a partir de la oralidad cara a cara.
Un festival es ideal para conocer gente y, entre otras cosas, hablar de películas. Hay un viejo cronista cinematográfico –muy apolillado él– que critica a los colegas que se alojan en hoteles que nunca podrían pagarse. No hay nada mejor que vivir una semana en un hotel de esos para que las conversaciones transcurran con alegría, el pensamiento fluya en libertad y podamos ocuparnos seriamente del cine. Lo dijo André Bazin en Cannes en 1954 y lo comprobamos nosotros en Mar del Plata hace unos días.
Dos conversaciones en la distendida primavera marplatense me resultaron particularmente inspiradoras. Una fue con Eduardo Milewicz y Malena Villa, respectivamente director y estrella femenina de El amor a veces, una comedia romántica muy grata, en la que Villa es una adolescente enamorada de un jugador de vóleibol al borde del retiro que interpreta Gonzalo Valenzuela. En un momento, nos encontramos discutiendo cuál será el futuro del personaje de Valenzuela cuando deje de jugar, lo que revela que un director, una actriz y un crítico pueden pensar el cine como embobados espectadores de hace cincuenta años (y en el caso de Villa y Milewicz, sobre la película que ellos mismos hicieron). Salido de la ensoñación, pensé que se extraña ese tipo de charla cuando uno participa, no digamos de la actividad académica, sino simplemente de la deliberación de un jurado. Y que la velocidad y la frescura de la película (que son cualidades formales, resultado de la técnica) desembocan en ese registro de autenticidad.
La otra conversación fue a partir de una película opuesta, totalmente alejada del cine de género. Une histoire seule es obra del gallego Xurxo Chirro, uno de los cineastas más originales en ejercicio que aquí practica un delirio godardiano, en el que un delegado suyo llamado Aguinaldo Fructuoso hace una película en Ginebra siguiendo las instrucciones que Chirro le envía desde un bar en Galicia. Los espectadores salieron de la proyección desconcertados unos, enojados otros y muy divertidos algunos, como fue mi caso. Un rato más tarde me encontré con Roger Koza, famoso crítico cordobés, quien sostuvo que, aunque Chirro es su amigo, la película era un poco desmañada y mostraba así cierto menosprecio por el cine. Se me ocurrió entonces que todo homenaje verdadero al cine incluye necesariamente faltarle el respeto y que Godard es justamente un pionero en la materia. La ligereza y la gracia de la película de Chirro son el antídoto contra la pesadez de los jurados y de las películas que eligen. Pero nunca se me habría ocurrido esta idea brillante si no hubiera tenido que contestarle rápido y en vivo a Koza.