Intoxicada de hipocresías, la Argentina vuelve a paladear una antigua e implacable medicina. En el mundo real hay memoria. Entre las naciones hay continuidades inexorables. A veces expresan agrade-cimientos poderosos. Se aprende mucho de ellos.
Hace una semana, tras aterrizar en el emirato de Kuwait, Cristina Kirchner no tuvo más remedio que agradecer las gracias. La gratitud inicial provino de la boca del jefe de ese pequeño estado árabe de casi 18 mil km2 (la superficie de la provincia argentina más chica, Tierra del Fuego, es de 21.478 km2), poblado por 3,5 millones de personas, de los que apenas un millón son kuwaitíes. El jeque Sabah Al-Ahmad Al Jaber agradeció a la Argentina por el apoyo a Kuwait durante la Guerra del Golfo, en 1991. ¿Qué podía hacer Cristina, más allá de sus mohines, que no fuera decir gracias por las gracias?
La Argentina fue uno de los 38 países que acompañaron a las Naciones Unidas en la campaña para desalojar a las tropas de Saddam Husein, que ocupaban Kuwait. El contingente internacional fue liderado por los Estados Unidos y contó, además, con fuerte presencia árabe (40 mil saudíes, 35 mil egipcios, 20 mil sirios, 7 mil kuwaitíes, 2 mil marroquíes), además de millares de paquistaníes y material bélico de otros países de mayoría islámica.
La guerra la descerrajó Saddam Husein al invadir Kuwait el 2 de agosto de 1990. Seis días más tarde, el 8 de agosto, se lo anexó como territorio propio. El 16 de enero de 1991, los Estados Unidos y sus aliados iniciaron la operación Tormenta del Desierto para liberar Kuwait con ataques aéreos. Al 30 de enero, las tropas norteamericanas en la zona del Golfo superaban los 500 mil efectivos y el 23 de febrero, los aliados lanzaron la ofensiva terrestre para recuperar el país ocupado. En 72 horas, el 26 de febrero, la resistencia kuwaití proclamó la derrota de los iraquíes y el 27, el presidente George H. W. Bush ordenó el alto el fuego.
La Argentina fue la única nación de América latina que participó de la liberación de Kuwait. Carlos Menem, que asume el 8 de julio de 1989, confrontó un mundo nuevo, configurado a partir de la clamorosa pero indolora muerte del bloque soviético. Resuelto a formar parte de la post Guerra Fría, lanzó una política peyorativamente minimizada como de relaciones “carnales”, un chascarrillo del canciller Guido Di Tella que terminó opacando decisiones más importantes que el mero (e ineficaz) alineamiento automático con Occidente.
Menem se sentó a tomar el té con la reina Isabel en el londinense Palacio de Buckingham, tras normalizar las relaciones con Gran Bretaña, y fue el primer presidente argentino que se animó a visitar oficialmente el Estado de Israel.
Despachó al Golfo Pérsico dos fragatas de la Armada argentina, tripuladas por 450 efectivos, y desplegó en la zona dos transportes C-130 de la Fuerza Aérea. Eso es lo que le agradece el emir a la Presidenta hace una semana: lo que la Argentina hizo por Kuwait hace veinte años. ¿Quién hizo lo que el emir agradecía? Menem lo hizo, claro, el símbolo de la satanizada década “neoliberal”, vituperada por la propia Cristina y de la que hablaba horrores uno de sus beneficiarios, Néstor Kirchner.
Esa Argentina de 1991 a la que ahora le agradece la nación visitada y elogiada por Cristina, se asoció hace veinte años con Alemania, Australia, Bélgica, Canadá, Checoeslovaquia, Corea del Sur, Dinamarca, España, Francia, Grecia, Holanda, Hungría, Italia, Noruega, Nueva Zelanda, Polonia, Portugal, Reino Unido, Singapur, Suecia y Turquía en una guerra indeseada, pero justa y legítima. ¿Relaciones carnales?
Los gobiernos peronistas (Isabel, Menem y Kirchner) siempre han tenido fascinación por el espejismo de los petrodólares árabes que bendecirían a una Argentina supuestamente tercermundista. El matrimonio Perón adoraba el régimen de Kadafi en Libia, visitado y cortejado por Isabel y López Rega. Menem tenía familiar debilidad por Siria, pero en 1991 jugó cartas pesadas para patentizar la nueva credibilidad argentina de cara al orden mundial. Hizo bien en participar, y aunque la presencia fue en un tercer plano, resultó simbólicamente elocuente.
Estado proclamado en junio de 1961 tras ser protectorado británico, en Kuwait no se reconocen partidos políticos formales ni se vota para elegir a la conducción. El emir es hereditario: el primer ministro y el príncipe heredero son designados por él.
Aunque se define como monarquía constitucional, está gobernado por emires (príncipes) pertenecientes todos a una sola familia, los Al Sabah, que retiene el poder de este desierto casi total pero lleno de petróleo, desde mediados del siglo XVIII. De hecho, es un gobierno familiar: además del emir Sabah Al-Ahmed Al-Jaber Al Sabah, está integrado por el príncipe heredero Nawaf Al-Ahmed Al-Jaber Al Sabah, el primer ministro Nasser Al-Mohammed Al Sabah, el vice primer ministro y ministro de Defensa e Interior, Jaber Al-Mubarak Al Sabah, el ministro de Economía Ahmad Al-Fahad Al Sabah, el canciller Mohammad Sabah Al-Salim Al Sabah, y el embajador en los Estados Unidos, Salim Al-Abdullah Al-Jaber Al Sabah.
Kuwait es una familia unida, sentada sobre un producto nacional bruto de 150 mil millones de dólares y reservas de 105 mil millones de barriles de petróleo (un 9% del total mundial), que representa el 95% de sus exportaciones y el 95% del ingreso nacional.
Aliado firme e incondicional de los Estados Unidos, y muy involucrado en la lucha contra el terrorismo, el Kuwait de la familia Al Sabah recuerda con gratitud el apoyo argentino de 1991. Revela conmovedora madurez republicana que Cristina Kirchner no haya destilado veneno contra los malditos años noventa en presencia de los familieros kuwaitíes, ni tampoco los haya adoctrinado en derechos humanos.
La intelectualidad que la suele acompañar se quedó en casa, reemplazada por la hija presidencial Florencia, devenida experta en cine tras su breve paso por Manhattan. Kuwait y esos países tan pintorescos no valían una misa. Siempre tendremos Frankfurt o Madrid.
*En Twitter @peliaschev