El martes pasado, veinte vuelos que debían decolar o aterrizar en el aeroparque metropolitano Jorge Newbery no pudieron hacerlo en tiempo y forma. Una batalla en el sindicato de los controladores gatilló el argentinísimo “trabajo a reglamento”. Nuevamente el público fue rehén de la prepotencia.
Son acontecimientos regulares en el país. Los transportes públicos, herramienta esencialmente popular, son regulados a voluntad por cofradías gremiales que pelean por las prebendas y privilegios que adornan a la casta dirigente de lo que en los años setenta se llamaba la “burocracia sindical”.
Hasta la presidenta Cristina Kirchner tuvo que modificar su catecismo para pedir a los grupos sindicales que dejen de tomar de rehenes a los trabajadores que necesitan del transporte público. Pero es muy poco y muy tarde, porque el Gobierno convalida desde hace años, por omisión o sedicente simpatía, ese estilo virulento de acción directa que, lejos de representar una participación democrática en la toma de decisiones de los trabajadores, ratifica la verticalidad total con que se manejan las cúpulas.
Estas formas violentas e injustas son, además, estériles, generan pérdidas para todos y progresos para nadie, con la excepción de quienes las instrumentan y persisten impunemente en ellas.
La manía diseminada de la acción directa se expande en el sector público, donde esa violencia es más evidente. En el sector aéreo, las disputas dentro de los numerosísimos sindicatos que proliferan en el área generan bloqueos, demoras e incordios varios.
Los empleados de los sectores públicos más asociados a la vida cotidiana se consideran dueños de los destinos de toda la comunidad y, sobre todo, propietarios de las empresas en las que trabajan.
Los derechos de quienes sostienen al Estado con sus impuestos no son respetados. La noción de ciudadanía fiscal es hoy “reaccionaria” para los biempensantes en el poder, como si el Estado recaudara dinero de origen ignoto para disponer a voluntad.
Pero los contribuyentes pagan las jubilaciones, los beneficios y las diferentes tributos con que se sostienen los presupuestos del Estado, a escala nacional, provincial y municipal. Esto incluye un espeso entramado de ventajas inimaginables en el sector privado. Vacaciones, extensas licencias médicas, días libres para hacer gestiones, horarios reducidos, feriados: todo funciona como si el dinero para sostener ese régimen tuviera origen mágico.
No es una cuestión estética ni un dilema ideológico: ¿hasta cuándo y cuánto podrán seguir pagando los contribuyentes el financiamiento opaco de un sistema que funciona como si su razón de ser fuese atender excluyentemente necesidades y deseos de la propia plantilla de personal?
Maestros, policías, enfermeras, bomberos y médicos tienen derecho a las mejores prestaciones que se puedan garantizar. Pero en un país donde la discusión sobre la calidad casi no existe, y el debate está empapado de cuestiones de cantidad, el sector público está atravesado por una furiosa pulseada estrictamente monetizada.
Los contribuyentes solventan con sus aportes las mejoras que reclaman con furia los servidores públicos, ¿pero quién protege el derecho a exigir nivel, cumplimiento, rigor y mérito a las prestaciones que la sociedad solventa? Son dos derechos legítimos, pero en la Argentina prevalece sólo uno de ellos.
Nada más conservador que la actitud de los defensores de un statu quo superado por la tecnología y las nuevas realidades de un mundo cada vez menos parecido al contexto en el que nació aquella vieja arcadia sindical, con derechos para todos pero sin exigir cumplimiento de obligaciones a nadie.
¿Es inconcebible que los gobiernos al menos debatan si los términos de los contratos laborales de hace veinte años siguen siendo viables? ¿Es imposible analizar con seriedad si prestaciones otorgadas, o normas laborales sancionadas hace décadas, y que ahora sólo espantan a eventuales emprendedores, pueden seguir vigentes? ¿No es de verdad archirreaccionario proteger privilegios cuya perpetuación agravia a vastas mayorías incapacitadas de extorsionar o apretar a la sociedad?
El movimiento sindical, más allá de sus incrustadas conducciones y modos de negociar, puede desempeñar un papel decisivo en proteger a sus afiliados de los abusos patronales. Pero en la Argentina la existencia de esos derechos sociales quedó desvinculada del irrenunciable bien público, totalmente devaluado.
Las conducciones sindicales (sobre todo las del sector público y del transporte) no parecen entender que la única posibilidad de que sus representados conserven sus beneficios en el largo plazo es preservar y garantizar la capacidad estatal para pagar esos costos. Los sindicatos argentinos sobresalen en su vocación por pelear por sus reclamos, pero si las administraciones públicas no protegen la necesidad de modernizarse y proceder con responsabilidad fiscal, se seguirá acentuando una progresiva declinación.
Si el comportamiento de los empleados de servicios esenciales, como los recolectores de residuos, que de la noche a la mañana dejan a la ciudad llena de basura, ya no es a favor del público, hay que modificar los convenios. Los sindicatos protegen a sus afiliados en el privilegiado sector formal. ¿Defienden los gobiernos a los ciudadanos que financian al Estado o simplemente arrugan ante el apriete?
Se trata de restablecer el imperio del interés común, un haber que debe proteger con las mandíbulas apretadas una sociedad libre. Ese interés común aparece hoy entre desteñido y menoscabado en una Argentina donde la vida cotidiana tiene espasmos de conmoción perpetuos.
Entre rehenes sufridos e incendiarios sin control, mucha gente está convencida de que en este país no hay salida sin apriete, fuerza, virulencia, agravio o directamente, acción directa y perversa. En este clima, hay feriado de carnaval: mañana y pasado la Argentina se detiene para recibir al rey Momo. Como decía el genial Carlos del Peral en los años sesenta: te amo y hoy todo es hermoso.