¿O acaso no es siempre de otros el carnaval? No me refiero a los brasileros, ni a los de Gualeguaychú, que han puesto su ciudad en los mapas a fuerza de plumas y musicongas. Me refiero a los otros en general. A esos de los que se ha hablado tanto en estas semanas de cruces virulentos. Unos proveedores de seudo-noticias electrónicas anti-K han estado muy activos enviándome frases escogidas del General Perón arengando a sus descamisados a matar al otro y a llevar alambre de enfardar en el bolso para acogotar enemigos. Me piden que recuerde que “así comenzó todo”. Cristina, más elíptica y misteriosa, ha sugerido poéticamente que no olvidemos que “La Patria es el otro”. Las grandes frases políticas se me hacen ecos vacíos que cada contexto rellena según le convenga. Detrás de cada gran cita (como la que se le atribuye a Marx: “La religión es el opio de los pueblos”) hay una distorsión fascinante.
Aprendí de niño –como todos– a evitar los corsos, donde otros chicos tontos me mojaban con Bombuchas o me hacían tragar espuma berreta. Nunca fue mi fiesta. Y ahora es poco más que un corte de calle para mí. Como el Trencito de la Alegría: un eufemismo a voz en cuello para denominar la tristeza.
Pero eso nos pasa a los adultos decididos. Mi hijo, que no tiene más lenguaje que sus ojos de niño, observa desprejuiciado a dos hombres arañas que bailan regatón sobre el techo de un presunto tren de algarabía. La coreografía es intensa, pero es de otros. Para “nosotros” el frenesí caribeño de estos superhéroes rojo y negro (su contracara esquizoide) nos transporta al territorio del pudor, de la vergüenza: es lo que pasa cuando asistimos a la ficción ajena, la que ha sido planeada para otro. La ficción mal destinada persiste incólume y nosotros ya la hemos condenado de antemano.
No sé mirar como mira mi hijo, que aún no ha decidido lo que es bueno o malo y que sólo ve rojo y negro en movimiento. Pero hoy sí creo que podré sostenerlo a cococho para que él mire tanto como quiera.